Guardia de cenizas

En ocasiones, la noche en el monte te envuelve con su manto oscuro entre diminutas luciérnagas rojas que crepitan incandescentes a tu alrededor. Y te encuentras sólo. La mayoría de los medios a tiempo se retiraron: el helicóptero volvió a base antes de que la tierra se colocase sobre su cenit su negro turbante y no le permitiera trabajar; dos carrocetas de extinción también, pues no eran precisas ya vencida la llama: el bulldozer fue recogido por su góndola y llevado a otro sitio, ya había hecho un buen trabajo repasando una y otra vez el perímetro del incendio.

En el frente, en cambio, a alguna distancia de donde el agente forestal se encontraba, descansaba a esas noctívagas horas una brigada de bomberos forestales con la picat y el camión motobomba, dispuestos a que, si aquel requería sus servicios, acudiesen raudos donde fueran emplazados.

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Foto Ismael Muñoz

Y el agente, solo, se movía ahora andando sobre la zona quemada, había dejado su vehículo oficial en el cortafuegos perimetral que preparó la máquina aquella tarde, en el tramo más seguro, donde ni brasas ni humos podían alertarle sobre la inconveniencia de dejar allí su medio de locomoción. Los intermitentes encendidos, a falta de V1, pues esta Administración ignorante e incomprensiblemente nada receptiva para con sus trabajadores que se juegan la vida entre las llamas, todavía no había decidido lo procedente de su instalación. Pero no podía perder el norte, las luces del vehículo le ubicaban. Todo el campo se vuelve negro cuando la luna tampoco colabora en hacerte tan sólo adivinar un indicio para que no pierdas la orientación. Y las llamas, ya desaparecidas, no te fijan el contorno de la lengua antes de fuego, ahora de carbón.

Algo le había alertado en el interior, una llamarada. En principio sin peligro, pues se encontraba lejos del combustible por arder. Pero cualquier chispa, pavesa en combustión, animada por el viento, podía alejarse a donde no debiera. Mas, afortunadamente, sólo una ligera brisa le refrescaba su rostro, ahora desprovisto de mascarilla y cubrenucas. Así que tomó pie a tierra y se acercó al “fuego fatuo” que asemejaba aquella luminiscencia.

Observaba a su paso cómo las incombustibles “muñigas” (boñigas) del ganado de la finca seguían encendidas, aunque apartadas cuidadosamente del perímetro, a pala o a patada de bota diestra hacia el interior de lo quemado. O a chorro de punta de lanza.

Dura lucha desde las cinco de la tarde cuando ya organizó el ataque. Media hora antes había comenzado todo, el aviso y salir de casa raudo hacia donde le comunicaban la localización de la bestia, fue todo en uno: observar en el trayecto el humo del monstruo que gris oscuro subía en la distancia, seguramente devorando maleza y arbolado, hasta que, siguiendo una pista forestal, por fin se encontró frente al Dragón de Fuego que avanzaba sin control en la dehesa.

Estaba sólo en ese momento, como casi siempre. Pero pronto llamó a la “caballería”, y al poco eran muchos. Medios por aquí al frente, a las fauces del reptil; otros por allá, a su larga cola; y el helicóptero con la helitransportada a donde las autobombas no podían atacarle. Y el bulldozer, que llegó ya de oscurecido, a construir un muro alrededor de aquella aberración para dejarle encerrado dentro definitivamente.

Pero ahora, a las tres de la madrugada, todo parecía tranquilo, y el agente, advertido del escaso peligro que constituían aquellas llamas que estaban terminando por devorar una triste encina, volvía a su vehículo para seguir el trayecto dejado por el oruga para continuar con su guardia de cenizas.

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