El jabalí blanco de la Sierra de San Pedro
Fue la primera vivencia que escribí en el foro de www.agentesforestales.es , por la que me di a conocer, sin pretenderlo, como narrador, y la que me dio una excusa para continuar compartiendo mis experiencias con aquellos asiduos de la página que tanto lo demandaban, mal les pudiera pesar a la larga su insistencia.
Que al final saliese adelante el libro “Oak, vivencias de un agente forestal” fue gracias al jabalí blanco de Sierra de San Pedro, que, quizás no pudiendo él mismo despertar de su sueño, consiguió que lo hicieran los que estaban “dormidos” dentro de este agente forestal que tanto lo admiró.
En 1989, la última loba pura de Sierra de San Pedro la recogimos muerta atropellada en la carretera de Cáceres, un hecho dramático que marcó el principio de la extinción de la especie en mi comarca de trabajo. Nos quedaba el lobo joven que la acompañaba en sus razias entre las ovejas de la sierra. Pero se fue hacia Aliseda y Valencia de Alcántara y poco después desapareció. Cuentan que no fue invitado a una espera nocturna donde “se le dio billete” por no ir con “sombrero del Coronel Tapioca” y botas de montar.
1989 fue también esperanzador: durante muchos días estuvimos siguiendo el rastro de un lince joven que venía de la parte norte de Sierra de San Pedro y que parecía se iba a quedar en los montes de Alburquerque, al sur de la misma sierra. Años después desapareció del lugar, dicen que en dirección sur, hacia Zafra o más allá.
Con relación al servicio, era un año de renovación, no sabíamos si hacia lo bueno o hacia lo malo: se había creado recientemente la Agencia de Medio Ambiente haciendo desaparecer a la Dirección General de Medio Ambiente. Años después volvimos a la condición de Dirección General, tampoco digo que ni para lo bueno ni para lo malo, “mismos perros pero con distintos collares”.
Pero yo recuerdo aquel año, además y especialmente, por un hecho que me impactó, quizás por ser el primero de esa clase o por la sensación que me quedó al final.
Recuerdo que era cerca de la una de la madrugada, noche cerrada recién entrado el domingo. Veníamos de una montería que no me acuerdo dónde se había celebrado, pero que habíamos controlado como se tiene que hacer: desde las seis de la alborada del sábado hasta que la última res se había llevado a la junta de carne ¹, incluso aquella que nos querían ocultar en la mancha por pasarse de cupo en la autorización. Es cierto que era otra época, trabajábamos de sol a sol y de luna a luna por cuatro perras, pero se trabajaba bien.
Habíamos llegado a la recta de Matapega, en la provincia de Cáceres, y a unos 200 metros delante del coche la luz larga del Nissan-Patrol descubría un bulto grande blanco en medio de la carretera. Íbamos despacio, no teníamos prisa, los días de la presteza por terminar la jornada laboral llegarían años más adelante (cuando se nos consideró verdaderamente funcionarios como a otro cualquiera y se nos puso un horario, por aquel entonces de 7.30 horas). Además, teníamos que hacerlo pues un venado, gamo o jabalí podría invadir la calzada y provocarnos un accidente.
Así que nos dio tiempo a comentarlo antes de verlo bien.
– Parece un mastín – dijo el jefe de zona, pero sin convencimiento sobre su apreciación. Él sabía que no tenía la forma aunque parecía que sí el color, si bien aún más blanco.
Yo me atreví a decirlo, aunque luego me pudiese equivocar, tenía todavía la impetuosidad del joven que se arriesga a expresar lo primero que le pasa por la cabeza sin franquear el filtro de la madurez (todavía me queda algo de aquello y a veces “la cago”, pero de todo se aprende).
– Creo que es un jabalí…
– … un jabalí albino – continuó el jefe de zona, atreviéndose ya a decirlo.
Nos fuimos acercando y ya lo vimos bien a unos 50 metros de nosotros: deslumbrado por la luz larga, un enorme jabalí níveo se encontraba detenido en medio de la carretera.
No era la primera vez que veíamos un cochino salvaje blanco. Parece ser que a veces se originan a través del cruce con mansos, pero habían sido rayones, bermejos, no un verraco de este tamaño y sin ninguna traza a primera vista de estar cruzado. Era difícil que estos jabalís albinos sobreviviesen largo tiempo en el monte, pues eran fácil presa de depredadores y cazadores entre el verde de la mancha.
Primero paramos el coche, boquiabiertos. Creo que fue durante unos segundos, y de nuevo surgió la impetuosidad y temeridad del joven. No pensándomelo dos veces, cogí la linterna negra de batería, que por entonces llevábamos en el vehículo oficial cargándose en medio de los asientos delanteros, y grité al compañero:
– ¡Santos, coge la cámara y hazle una foto mientras yo lo retengo!
Salté del vehículo en dirección al cochino. Tenía que cortarle la fuga hacia la mancha. De frente, estaba cegado por las luces del coche, pero los laterales, si recuperaba la vista, serían su escape.
Esto fue lo que hice: quería escapar y yo estaba delante, dándole tiempo al compañero para sacar la cámara del macuto y prepararla para la ocasión; arremetía hacia la derecha y me ponía a su costado; se iba a dar la vuelta y su hocico se encontraba con el frente de mi linterna que en rápido movimiento la colocaba pegada a su aliento; le daba en el costado para que atacase por el lado de los faros del coche y así lo iba manteniendo casi en el mismo sitio.
– ¡Estás loco Oak, déjalo ir, te va a llevar por delante! – decía el compañero que tardaba en sacar la cámara y prepararla.
– ¡Date prisa que mientras que la linterna tenga luz, no me ve!
Sabía que un jabalí acorralado era muy peligroso. Ya había visto algunos lances en la sierra con cochinas paridas y con verracos heridos (alguno de ellos dramático, como el de Coto San Pedro donde un montero fue recogido de la sierra con las tripas fuera por un ataque del jabalí que, herido de bala, arremetió contra él). Incluso en algunos me había visto implicado, pero siempre corrí del lado del prudente (en dirección contraria).
Pero, sus cerdas blancas, su alto lomo erizado, sus ojos brillantes, el movimiento de los músculos en ataque que dibujaban una ligera sombra entre el pelo níveo, sus ojos brillantes de nuevo enfrentándose a la linterna, no me hacían pensar en lo “idiota” de la acción. Tenía que retenerlo, era como el “unicornio” que debía de agarrar y no dejar escapar para que luego no creyese, una vez hubiera desaparecido, que había sido sólo un bello sueño.
Santos ya estaba fuera del coche, nervioso e intentando correr hacia mí, pero se le cayó la máquina y al mirar atrás hacia el suelo para recuperarla, los faros del coche le cegaron y no la encontró.
– ¡Oak, déjalo ir que te abre en canal! ¡No seas gilipollas!
Era cierto, ya de loco pasaba a gilipollas: el verraco estaba furioso y bufaba de una forma que empezaba a darme mucho temor y comencé a emplear la linterna para defenderme de sus embestidas. Pasé de cazador a presa, me entró miedo y entendí que había que permitirle el escape. Pero el animal ya no lo buscaba: atacaba a la jodida luz que le molestaba en los ojos y no corría hacia la protectora mancha.
Era cierto, ya de loco pasaba a gilipollas: el verraco estaba furioso y bufaba de una forma que empezaba a darme mucho temor y comencé a emplear la linterna para defenderme de sus embestidas. Pasé de cazador a presa, me entró miedo y entendí que había que permitirle el escape. Pero el animal ya no lo buscaba: atacaba a la jodida luz que le molestaba en los ojos y no corría hacia la protectora mancha.
No obstante, conseguí que encontrase hueco al apagar la linterna y apartarme (casi arrojarme) a un lado. Y huyó hacia la cuneta.
Fueron unos segundos, milésimas mejor dicho, y me arrepentí de haberle dejado escapar. Corrí tras él para impedir la fuga; pasó como una exhalación a través de una alambrada de espinos, ni la rompió, como un fantasma etéreo, pero yo no era miembro del monte y, al intentar atravesarla me quedé enganchado, me rajé el pantalón y el jersey se trabó con el espino. Alumbré a la mancha y vi al “unicornio” perderse. “Estronchado” de jaras y luego silencio.
Santos estaba ya a mi lado ayudándome a desengancharme.
– ¡Oak, no ves el peligro! ¡Me has “acojonao!
Volvimos al coche y terminamos el servicio para descansar de tan larga jornada en nuestros hogares.

Dehesa en la Sierra de San Pedro
Me hubiera gustado terminar bien esta narración y decir que el verraco continúa libre en Sierra de San Pedro. Pero, como suele ocurrir con la mayoría de las ilusiones, duran poco. A la semana siguiente teníamos otra montería en Sierra de San Pedro, era normal pues tocaba a más de una por fin de semana o festivo. Ya entre dos luces, cuando terminamos de recorrer las armadas sin monteros para ver si había reses que no se habían recogido de la mancha, nos acercamos a la junta de carne, y lo vimos. Estaba allí. Entre varios venados y jabalís abatidos, se encontraba el albino, pero sin vida, inerte, aunque todavía con esa aureola blanca del “unicornio” soñado.
Me entristecí; la admiración de los monteros por el verraco me empezó a repugnar. Se sentaban en su lomo, sin erizar esta vez, y cogían su cabeza abriéndole la boca y mostrando las grandes navajas del verraco para que aquél que luego se turnaría en la acción le hiciera una foto. Me fui hacia el coche oficial, sin entrar en él, apoyando mi espalda sobre su costado, y miré hacia otro lado, perdiendo mi vista en la negrura de la mancha nocturna. “Estás acostumbrado a estas “ferias”, no te tendrían que afectar”, pensé, pero uno no se acostumbra del todo y siempre hay algo que te hace recordar que aquello no es del todo normal.
Semanas después nos enteramos: el albino no había sido abatido en la montería. Aquella madrugada anterior a la celebración de la cacería, intentó cubrir a las hembras mansas del arrendatario de la finca y este, conocedor del hecho por su frecuencia, lo estaba esperando y le había dado muerte, si bien, para legalizar su captura, lo había puesto en la junta de carne. Daba igual, de una u otra forma, el jabalí blanco de Sierra de San Pedro estaba allí, y ya no podía arremeter contra mí e impresionar a nadie con sus correrías entre la mancha verde del monte.
Tengo que acostumbrarme de una vez: el hombre mata todo aquello que es más hermoso que él, como la bruja del cuento… “Espejito, espejito, ¿Quién es más bella que yo?” Y cuando la encuentra le entrega la manzana envenenada. Pero esta “Blancanieves” dormida nunca tendrá un “príncipe azul” que la despierte.
Oakgreen
(1) Junta de Carne: Lugar donde se llevan las reses abatidas en una acción cinegética