La jabalina y los bermejos

Me miraba, o parecía que lo hacía. Aquellos ojos…, perdidos, confusos, moribundos…, sí, sentía que me miraban, y en mi imaginación, incluso con un ruego; un ruego desesperado para que pusiera fin a su sufrimiento.

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Foto Mikewildadventure

Era ya cerca de la hora crepuscular, volvíamos el jefe de zona y yo de terminar de dar una vuelta a los comederos de imperiales que teníamos instalados en varias fincas de Sierra de San Pedro, para esperar en el aguardo que habíamos construido con el fin de observar si las “albihombros” entraban en él, y luego dejar el pienso en los comederos de los conejos y las perdices que teníamos en el cerramiento para atraer a aquéllas.

Por la carretera de Aliseda conduciendo hacia Villar del Rey, en la distancia, a la altura del puente sobre el Sansustre, cerca de la Portilla de Alpotreque, observamos una furgoneta que estaba parada casi en el centro del vial. Recuerdo que nos extrañó bastante, no era un lugar muy seguro para aparcar, por las curvas que venían de Villar del Rey y que no permitirían ver con suficiente antelación, a quien condujese desde el sur, aquel vehículo parado en medio de la carretera.

Llegamos pronto a ella y reconocimos rápidamente la camioneta, así como al propietario. Perrero y cazador, furtivo de escopeta y rifle, y de trasmallo y carburo en los ríos… “Un pieza de cuidado”. Varias veces habíamos tenido que denunciarle por meter los perros en otra mancha no autorizada, echar los trasmallos, cazar un vareto…

Se encontraba, con la parte de atrás de la furgoneta abierta, cargando algo. Cuando escuchó nuestro 4L llegar a su altura, miró rápidamente hacia atrás y se sorprendió al vernos.

El cuadro que se ofrecía a nuestra vista, cuando todavía permanecíamos dentro del coche, era dantesco. Varios bermejos estaban muertos y su sangre dibujaba una línea sinuosa sobre el asfalto desde la cuneta del puente, hacia el centro del vial, conforme habían ido cayendo atropellados por la furgoneta. La madre, más allá, también yacía sobre el asfalto, era la primera de la fila de lo que seguramente se trataba un grupo familiar que había pretendido cruzar el puente hacia el otro lado de la finca del Duque.

Bajamos del vehículo por fin y notamos los nervios en el sujeto. Había metido uno de los bermejos muertos en el furgón y seguramente iba a proceder con los otros de igual forma.
Conté seis dispersos, junto con el del furgón, y todos con marcas de neumáticos sobre ellos.

¡Se me han “cruzao” delante… y no he podido evitarlo! – dijo el individuo como excusa.
– ¿Se te han cruzado delante, “Ballestas”? – le preguntó irónicamente Santos, mi compañero, pues era ese el apodo que tenía en el pueblo, seguramente porque de chaval también le daba a las costillas para atrapar pájaros.
Claramente te los has llevado por delante uno a uno – le dije con seriedad y con algo de rabia contenida.
– ¡”Na” de eso, Oak!, que si veis los quiebros, era para sortearlos y evitar un accidente. Que los cabrones se me echaron encima, y voy a denunciar a la Guardia Civil por los desperfectos que me han causado en la “furgo”.

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Foto Mikewildadventure

Nos acercamos a la parte delantera del furgón. Su chasis era alto, pues se trataba del vehículo que utilizaba habitualmente para el transporte de las realas por los caminos hasta el lugar de la suelta. El paragolpes algo torcido, la rueda delantera derecha, manchada de sangre y con cerdas pegadas.

– ¿Veis el parachoques? ¡Está torcido por los golpes de los cochinos! – siguió con su excusa.
– Esta doblez en el paragolpes es vieja; mira, justo donde se encuentra arqueada, el óxido. Lleva tiempo… – le corregí.
– ¡Pero si se ve el pelo de la cochina pegado en él!

Así era, al ser de más alzada que los bermejos, el animal no pudo evitar el golpe con la barra del vehículo, y pudiera ser que la hubiera doblado algo más. Entonces escuché un gemido cerca de la furgoneta. Era la madre, tumbada de costado, todavía seguía viva, pero reventada por dentro.
Me acerqué a ella y el compañero y el furtivo me siguieron. Me agaché ante ella y me miró… Ojos suplicantes, asustados… Volví mi vista al reguero de sangre, en línea sinuosa, sus cinco bermejos sobre el asfalto. El estómago se me revolvió.

Y pretendías llevártelos – le dije aguantando mi crispación, y roto por dentro al ver a la jabalina agonizante.
– ¡Hombre, tú que crees, después del destrozo que me han hecho al coche! Además – y empezó a hablar como si algo más de lucidez le hubiera entrado en su desalmada cabeza, con el fin de justificar su acto -, tenía que llevarlos a los Civiles para que comprobasen que era cierto, que habían muerto atropellados y que me habían hecho daño al coche.
– Si llamas a los Civiles – habló ahora Santos también con gravedad -, vendrán para hacer su parte de accidente. Nosotros ya estamos aquí para certificar la muerte de los guarros.
Hemos de hacer algo con la madre – dije, cada vez más apenado por su estado -, ¿Tienes el cuchillo de monte en la furgoneta, “Ballestas”? – Lo supuse pues era con el que remataba las piezas capturadas por los perros en las batidas.
– No, se me rompió el mango y lo he dejado para que le coloquen un asta de “venao”.
– Yo sólo tengo mi navaja – dije. Santos tenía otra igual, era con la que cortábamos el pan y el chorizo cuando tocaba la hora de comer en el campo.

La saqué. Era de las normales, con cuatro dedos de hoja, y mango de madera.
Con esa hoja no llegas al corazón – me dijo el “Ballestas”, conocedor de que la mejor forma de matarla era introduciendo el cuchillo hasta el órgano vital.
¿Dónde está exactamente el corazón? – le pregunté, pues ciertamente él era más conocedor del tema por desollar las piezas en las monterías, o darles muerte cuando caían heridas.
Aquí – me dijo apretando con el dedo en el pecho del animal, seguramente para no tropezarnos con las costillas al introducir el cuchillo si lo hiciéramos por el costado -, a una cuarta más o menos.

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Foto Lum3n

Abrí la navaja, y sin pensármelo dos veces, clavé la hoja afilada hasta el mango, y luego, con el índice, empujé aquél hasta introducirlo completamente junto con parte del dedo.
Vi cómo los ojos suplicantes de la bestia se iban quedando sin vida, hasta que ya su pecho dejó de moverse, y su cuerpo quedaba definitivamente inerte.

Me levanté sin saber qué decir o qué hacer. Triste, eso sí.
“Ballestas” introdujo sus dedos por el orificio que había originado la navaja, y, abriendo la piel y la carne, la extrajo y me la entregó toda sangrienta. Yo la recogí, la cerré y me la devolví sin limpiarla al bolsillo de mi pantalón.

Dame tu DNI, “Ballestas” – le dije circunspecto.
– Pero, ¿por qué? ¿Me vais a denunciar? ¡Si ha sido un accidente! ¿Cómo vais a denunciarme si los guarros han estado a punto de provocarme un accidente y sacarme de la carretera y matarme al caerme por el puente?

Me dirigí al coche oficial a por el boletín de denuncias, Santos me acompañó.
Oak, tiene razón, hay dudas sobre cómo ha ocurrido el tema – me dijo hablándome bajito para que el otro no oyera nuestra conversación.
– ¿Dudas, Santos? ¡Mira las “rodás”, la sangre y la distribución de los cochinos!
– Ciertamente da que pensar, pero, es cierto que sea consecuencia de hacer la maniobra para esquivarlos…
– No puedes hablar en serio – le dije mirándole fijamente y sorprendido.
Hay dudas. Yo las tengo – me dijo con seriedad.

No, si el compañero tenía dudas, no podíamos hacer la denuncia. Cualquier pliego de descargo a la misma, contaría con la ventaja del denunciado de que el agente que estaba de patrulla con el denunciante, no había rubricado la misma.

Retirémosle las piezas – me dijo al final ante mi rostro de frustración -, entreguémoslas a las monjas de Alburquerque, así por lo menos no habrá conseguido lo que pretendía. Miré al “Ballestas”, esperando tras la furgoneta lo que presentía que estábamos decidiendo.
– De acuerdo – le dije aunque nada convencido, y muy decepcionado.

Volvimos hacia él, delante suya le tomé los datos en mi libreta, sólo por generarle cierta inquietud (ya que incluso los teníamos en nuestra base de datos en la oficina). Y le devolví el carné. Él parece que se sintió aliviado de que lo que no rellenase fuera un oficio de denuncia.

– “Ballestas” – Le dije – , saca la cría que has metido en el furgón. Nos las vamos a llevar nosotros.
Entonces su rostro cambió a suma indignación.

– ¡Encima que casi me matan!
– Haz la denuncia a la Guardia Civil, como decías, y reclama a la aseguradora del coche – le explicaba el compañero -. Nosotros ya haremos nuestro informe cuando seamos requeridos para certificar el accidente.
– ¡Pero, déjame la jabalina por lo menos!
– “Ballestas” – hablé dirigiéndole una mirada arisca -, si te llevas tan sólo una de estas piezas, se considerará que las has cazado con métodos prohibidos. Éstas deben de ir al orfanato de las monjas de Alburquerque. Si insistes en recoger alguna, entonces sí te denunciaremos y, además, igualmente te la requisamos.
– ¡Pues vaya! – resopló cabreado.
¿Vas a llamar a la Guardia Civil para que haga el atestado? – Le preguntó el compañero.

Él se quedó un momento pensando.
No vale la pena – dijo al fin -, pues sé cómo van estas cosas y el seguro no me va a hacer ni caso.
– Pues entonces, te puedes ir, “Ballestas” – le ordenó en tono asertivo Santos-, ya no haces aquí ninguna falta y estamos en mal sitio. Ya cargaremos los guarros nosotros en el 4L.
– ¿Y os van a caber?
– Nos apañaremos – le contesté.

Haciendo aspavientos con las manos y la cabeza, se fue hacia la cabina de la furgoneta, se montó en ella y se marchó acelerando con rabia y dejando la goma de los neumáticos pegada al asfalto. Inertes los cadáveres los fuimos metiendo uno a uno como pudimos en el maletero del coche, con los asientos traseros reclinados hacia delante, y antes de que el rigor mortis nos evitase manejar con facilidad sus patas y cuerpos para acoplarlos debidamente para el transporte.

Yo, triste y frustrado por no haber podido rellenar el oficio de denuncia, me tuve que consolar, ya siendo de noche, cuando entregamos en el Hogar de huérfanos de Alburquerque a sor Felipa, los cochinos para que el veterinario los examinase, y pudieran dar buena cuenta de ellos el centro de beneficencia.

Muchas veces y desde entonces (ha pasado más de un decenio quizás), recuerdo los ojos suplicantes de aquella jabalina. Y tantas veces también, en la misma reminiscencia dolosa, aborrezco la condición humana.

Oakgreen