El Gálloper, el caballo y el agente
No sé cómo se dio origen a este relato, es decir, no recuerdo si mi intervención en el incendio fue porque la Central me llamó por estar yo de guardia, o porque lo vi al acudir a mi domicilio a comer, ya que me caía de paso. Sí me acuerdo que era un humo denso aunque blanco, que ascendía alarmantemente y que daba a entender por su color que se trataba de pasto (y estaba seguro de ello, además, pues todos los años, más tarde o más temprano, le daban por prender el Cerro del Viento, próximo a la Urbanización de Las Vaguadas (Badajoz), donde la hierba, ahora agostada y totalmente seca, se alzaba alta a lo largo y ancho de una superficie de más de 300 has).

Foto. WenFotos
Las razones por las que los incendiarios lo hacían no estaban del todo claras, y existían varias hipótesis: porque era refugio de garrapatas y otros bichos inoportunos para la cercana urbanización; porque los galgueros, frecuentes furtivos en la zona, quemaban para que luego naciese una incipiente hierba verde que atraía como manjar a las liebres (abundantes también) y pudieran capturarlas sin pasto alguno que dificultase las carreras de los galgos…
El caso es que, rápidamente localizado el humo, rodé saliendo de la carretera por uno de los caminos conocidos que me llevaría con seguridad al lugar con mi Mitsubishi Gálloper 9347BJX, todoterreno que por aquel entonces portaba como cabalgadura en mis andanzas forestales.
Llegando por fin al frente, me apercibí pronto de la importancia del fuego. El cerro no dejaba ver sus cuatro puntos cardinales desde donde yo me encontraba, en su falda este. Sin embargo yo conocía aquello como la palma de mi mano, por lo que no tuve intención de subir a la loma. Incluso hacía una semana había acudido a la zona oeste por un conato sin importancia, por lo que su orografía me era sobradamente conocida y actualizada. Al menos en esa seguridad estaba.
Además, donde había llegado y parado el vehículo era una zona de interfaz urbano forestal, la única que existía alrededor de la meseta, y donde por lo tanto primero se tenía que actuar, pues el fuego avanzaba con la lengua hacia ella.
Era un grupo de dos o tres chalets dispersos, no más. La urbanización todavía estaba distante y rodeada por una carretera; al oeste existía un olivar limpio que pararía el fuego, que se había iniciado en el sur, justo en un camino que conducía a la barriada de Llera (Badajoz). El pastizal del norte continuaba hacia la carretera que conducía al Cementerio Viejo, y recuerdo que había una casa en ruinas, sin pared frontal y sin techo en la mayoría de su cubierta, justo por debajo de esa parte de la loma. Ningún árbol, ni tendido eléctrico, ni telefónico… Hasta tal punto llegaba la exactitud de mi conocimiento sobre el terreno.

Oakgreen con su montura metálica Gálloper
Por lo que, sin ninguna duda, debía actuarse allí primero, en los chalets. Y así di instrucciones a los bomberos del ayuntamiento de Badajoz que lo hicieran nada más llegaran al sitio. Todavía me encontraba solo.
Pero ora las llamas habían alcanzado a una de las parcelas y prendían el seto de thuja que la perimetraba. No había persona humana alguna en su interior. La verdad que aquellos tres chalets, construidos seguramente sin autorización, estaban solitarios. Seguramente, como segunda vivienda, sus propietarios los ocupaban sólo los fines de semana. Y ese día era un día de diario.
Sin embargo, en el interior de aquél que ahora empezaba a arder su seto, pacía tranquilamente en el césped, ignorante del peligro que le amenazaba, un caballo atado a uno de los troncos de las coníferas.
Pronto, mientras los bomberos venían de camino, bajé del coche, y con el contrafilo de un hacha que llevaba en el vehículo, rompí el candado. Las llamas se habían agarrado bien a la alta thuja y se acercaban al semental. Corté con la navaja la cuerda que le ataba al seto, lo saqué del recinto que se encontraba oscurecido por el humo (afortunadamente el fuego no llegaría a la casa pues estaba rodeada de césped y algunos frutales, pero la fumarola asfixiaría al animal si lo dejaba dentro atado al edificio), y se dejó llevar mansamente al otro chalet más cercano, a unos 100 metros de distancia, atándolo por fuera al seto que también poseía alrededor, esta vez de sempervirens.
Los bomberos acababan de llegar y se pusieron rápidamente manos a la obra en la zona, para evitar que el fuego llegase al resto de los chalets y que las llamas del seto que ahora ardía, no afectasen a la vivienda.
Entonces decidí subirme, ahora sí, a la loma para ver la extensión del incendio, conduciendo el Gálloper y pasando veloz sobre las llamas en una zona donde el pasto estaba más bajo.
Miré hacia el sur, donde se había iniciado el fuego. Como el frente iba hacia los chalets, allí el camino de la barriada de Llera detenía la cola. Al oeste todavía quedaba bastante para que las llamas llegasen al olivar que se encontraba arado. Pero unos gritos angustiosos cercanos procedentes del norte me llamaron la atención. En la casa en ruinas que mencioné al inicio de la descripción de la zona, una pareja de ancianos luchaba desesperadamente con garrafas y cubos de agua contra las llamas que se les venían encima, y alertados de mi presencia en el cerro, reclamaban desesperadamente mi auxilio.
¿Qué carajo hacían allí aquellas personas? Me pregunté. Hacía una semana seguro que no estaban pues, una vez apagado el conato, precisamente visité las ruinas en búsqueda de alguna egagrópila de lechuza. Me gustaba desmenuzarlas para ver la fauna menuda que habitaba en la zona.
A puro grito desde la loma (no teníamos por aquel entonces comunicación directa a través de emisora con los bomberos del ayuntamiento, sólo con su central) advertí a los “apagafuegos” que acudieran rápido hacia donde yo les señalaba, indicándole que había vidas en peligro.
Conscientes los profesionales de que antes estaban las personas que las construcciones, recogieron con celeridad la manguera y campo a través cruzando sobre las llamas del frente, pronto dieron cara a las ruinas y a los neurasténicos ancianos, que ahora, algo aliviados por la llegada de la “caballería”, emitían gritos irritables entre alegres y… resentidos.
Yo entonces caí en la cuenta del caballo. Si el frente no se había apagado, pues los bomberos lo acababan de abandonar, continuaría hacia el resto de los chalets, y no había llamado a más medios creyéndome en la seguridad de que sólo había peligro por uno de los flancos y que el resto se apagaría solo cuando llegase a la zona sin combustible.

Foto: Alexa
El jamelgo estaba nuevamente en peligro, y expedito me monté en el Gálloper y enfilé hacia donde lo había dejado atado, mientras que a través de la central pedía otro camión, que seguramente tardaría en llegar.
Así era, poco faltaba para que las llamas llegasen al seto de sempervirens, por lo que nuevamente desaté al dócil rocín y me quedé pensativo unos segundos. En los alrededores no había zona segura donde pudiera atar al palafrén, no existía ningún objeto (árbol, poste, piedra…,) donde asir la cuerda. Tampoco de donde le había sacado, bien es cierto que los bomberos lo habían regado bien de agua, pero había todavía mucho humo, y el calor de aquella tarde seguramente reavivaría la llama de algún fuste, pues se necesitaba aún más agua para quedar totalmente tranquilos. Si no acababan rápido con el fuego que amenazaba a los ancianos, el frente llegaría también al tercer chalet, por lo que tampoco era una opción llevarlo allí. La urbanización como tal todavía quedaba lejos, y no podía acercarme a ella con la seguridad de que algún buen samaritano se hiciera cargo de él hasta que acabase aquello.
Ni corto ni perezoso, ante tantas infructuosas cavilaciones, até al penco en la bola de enganche trasero del Gálloper, y de esta forma empecé a hacer mi servicio de control de todo el perímetro del incendio.
Sí, resultaba muy curioso ver a un todo terreno oficial arrastrando a un corcel alrededor de un incendio, yendo de aquí para allá. Y el animal dejándose llevar con mansedumbre.
Aquí me paraba pues se iba a reavivar un foco y le echaba con celeridad agua con la mochila, mientras que el equino tranquilamente agachaba la cabeza y comenzaba a pastar; allá que iba corriendo con el vehículo pues parecía que salía mucho humo de otro franco, y el alazán corriendo atado tras de mí… Así toda la tarde que duró el fuego.
Recuerdo en una pasada cerca de las ruinas a los bomberos y a los ancianos, los primeros empezaban a recoger mangueras para ir al frente principal, los segundos tranquilos y agradecidos por haberse salvado sus pocos bienes y ellos mismos, cómo miraban aquella comitiva de una forma jocosa.
Ya había otra autobomba actuando en los chalets. La primera se había quedado rematando el flanco que iba en dirección al camino del Cementerio Viejo, y ahora, sofocado ese perímetro, tenían que ir a cargar agua para refrescar la zona.
Me acerqué, cuando el contorno del incendio estaba controlado, a los septuagenarios y les pregunté intrigado por la razón de su presencia en aquellas ruinas. Triste drama el que me contaron: habían sido desalojados de una vivienda que ocupaban ilegalmente en la próxima barriada de Llera, y obligados a recoger los pocos enseres que tenían, acudieron a su nuevo “hogar” en esas ruinas en espera de que el ayuntamiento les otorgase otra vivienda que parece ser les habían prometido.
Entonces me preguntaron sobre el caballo, si lo teníamos los agentes forestales para determinados servicios en el monte, así como el SEPRONA lleva las motos también atrás del todoterreno. Tan absorto había estado en las operaciones de remate, en la atención a los ancianos proporcionándoles agua y en el relevo de los camiones de bombero, que me había olvidado del jamelgo que se encontraba todavía atado al enganche del coche, y que, como si nada, tenía la cabeza nuevamente agachada rebuscando algo entre lo quemado para llevarse a la boca.
Sonreí y creo que les contesté lo primero que me pasó por la cabeza, que aquella tarde había sido mi mascota.
Me lo llevé de vuelta a su refugio, ahora con el seto semi calcinado y totalmente apagado. Lo volví a atar donde lo encontré la primera vez.
Otras aventuras en mi Sierra de San Pedro, los días que siguieron tras terminar aquel turno de guardias en la zona sur de Badajoz, no me permitieron acudir a ver cómo seguía aquel eventual compañero de patrulla.
Cuando al cabo de bastante tiempo me dio por volver al sitio, casi terminada la temporada de incendios forestales, los ancianos ya no habitaban las de nuevo solitarias ruinas. Deseaba que estuvieran con mejor suerte bajo un techo más decente. En el chalet, el seto casi en su totalidad se encontraba formando una triste pantalla de esqueletos ennegrecidos; el césped, al contrario, permanecía verde; la casa vacía también (no era fin de semana). Y el simpático cuadrúpedo… no se encontraba atado, ni libre… No se hallaba, sin más.
He de reconocer que, tanto mi Gálloper como yo, le echamos de menos con algo de tristeza.
Oakgreen