Tengo una caja fuerte en el corazón a rebosar de horas verdes
Miro a mis compañeros, en un breve descanso de la tarea. Alguna barriga. Quizás una mandíbula mal afeitada. Arrugas de intemperie, botas con el cuero corroído a fuerza de roces con el matorral y de barro, sobre todo esas manos anchas y curtidas que me han ofrecido ayuda a la hora de trepar barrancos. Me costaría hacerme a la idea de trabajar sin estar rodeada por estos hombres uniformados.

Foto I.Muñoz
La ternura se hace extensiva a tantas cosas que me han pasado desde que empecé a trabajar, hace más de quince años. Tengo una caja fuerte en el corazón a rebosar de horas verdes.
Si no hubiera sido por este trabajo, que a veces me excita y a veces me mata, nunca habría volado en helicóptero. No habría visto colinas y pantanos con ojos de águila, y a los retenistas sofocando el perímetro de un incendio, con sus cascos amarillos como muñequitos de Playmobil.
No habría escuchado la verdadera voz de gigante del fuego. Yo conocía las llamas dentro de una chimenea, las llamitas tísicas de los quemadores de butano, y en ellas nunca había sentido la cercanía de una presencia casi divina, como cuando me puse a tiro del avance de un incendio.

Foto Luboshouska
No me habría metido de cabeza en un rally por carriles blandos como plastilina. No lo habría ganado, siendo yo era la única participante, tras la proeza de volver a casa sin haberme despeñado. No me habría quedado una vez varada en un camino, metida en barro hasta la altura de las ingles. No me habría reído hasta el infinito al ver cómo mis sucesivos rescatadores se iban quedando igualmente varados. No hubiera andado unos cuantos kilómetros para encontrar a alguien que pudiera remolcar el Landrover, y sacarlo de una cuneta. No hubiera encontrado a gente que lo deja todo para ayudarte.
No habría contestado muy seria, muy lúcida, a las preguntas de jueces, fiscales y abogados. No habría aprendido a apaciguar a gente que se acercó a mí con ganas de pegarme un estacazo. No habría parlamentado, negociado, interrogado, curioseado en vidas muy diferentes a la mía. No habría sido testigo de un mundo rural que se resiste a extinguirse. No me habrían invitado a compartir un trozo de pan con chorizo de matanza casera. No me habrían regalado miel y naranjas a cambio de nada. Porque sí, porque la generosidad existe.

Agentes medioambientales de Andalucía reconstruyendo nido de águila perdicera. Foto AAMAA.
No habría andado con el agua a la cintura por un río. No habría sentido los efectos un poco estupefacientes del aire mineral de las cumbres de Sierra Nevada. No me habría puesto negra de hollín y jaras. No habría gateado sobre una alfombra de mierda de murciélago. No habría desafiado a la ley de la gravedad poniendo paso tras milagroso paso en riscos por donde sólo andaría a gusto una cabra montesa. No habría cruzado una mirada de reconocimiento con un corzo.
No sabría que los ojos de algunos toros de más de quinientos kilos son dulces y tímidos como los de una monja de clausura. No habría aprendido que, de todos los sonidos amenazantes de un bosque, los que más miedo causan son los que las propias botas van generando. No habría conocido esos momentos de intimidad indescifrable que se dan cuando dos personas, sentadas lado a lado, miran con los prismáticos a la misma águila haciendo piruetas en el cielo.
No me habría dado cuenta tan fácilmente de que hay cosas más grandes e importantes que una misma.
Silvia León
http://durmiendoenloscoches.blogspot.com