«Llevo en las manos un misterio, la suerte infinita de volar, la ruta completa para marchar a África, el mandato imperioso de no romper la cadena…»

Mírame. Soy esa bayeta sucia que boquea donde el copiloto. Nunca me has visto tan… damnificada. O quizás sí, si has compartido conmigo una sauna. Lo dudo mucho. Me acabo de mirar en el espejito del quitasol. No lo hagas nunca, si no estás muy segura de ti misma. ¿Con qué material impío fabrican estos espejitos? La expresión perlada en sudor nunca fue más oportuna. No creo haber pasado más calor nunca. Nunca, nunca, nunca. Ni en el gimnasio, ni bajo una higuera en agosto, ni en un incendio activo. El uniforme mojado se me pega a la piel como a una sirena su cola. Llevo broza hasta en el alma. Sirena zarrapastrosa.

Tranquilo, a nuestro coche oficial le funciona el aire. En palacio ya no andan tan mal las cosas, sólo que no podemos encenderlo. La naturaleza de nuestra misión nos lo impide. En la hora y media de camino que tenemos por delante la temperatura del habitáculo no puede bajar de los treinta y seis grados. Nada de qué preocuparse. Con un sol severamente andaluz cebándose en las ventanillas, debemos de andar más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. Y nada de hora y media. Como muy pronto llegaremos en un par de horas. No podemos ir rápido. Debemos evitar vibraciones. Hablar en susurros para que nuestras voces no generen ondas incómodas. Como si tuviéramos fuelle para cantar a grito pelado La barbacoa.

¿La misión? Deja de recrearte en mi pinta, y pasa a lo que tengo entre manos. Los codos pegados al cuerpo. Con el uniforme mojado, me va a costar despegarlos. Podría llevar mi carga en el regazo, pero no pesa nada, y no quiero que las vibraciones de las ruedas se transmitan a ella. Soy una con la carretera. El movimiento pasa de la rueda al chasis a mis piernas a mi meollo. Alzo mi carga como una ofrenda.

¿Distingues bien lo que es? Un envase de huevos. Cartón alveolado, cubierta de plástico transparente, ya sabes. Y dentro hay…Pues qué va a haber: huevos. De aguilucho cenizo. Salvados in extremis de haber terminado en revuelto. El maquinista de la segadora los descubrió a centímetros de atropellarlos. Tres hurras por los veteranos del campo. Mis huevos tienen menos futuro que el euro.

Quizás estén ya abortados. Sabe Dios las horas que han pasado desde la última vez en que los incubó su madre. Hemos evitado el traqueteo hasta un nivel mi tatarabuela en silla de ruedas me pediría un poquito más de caña. Pero los caminos rurales, la discutible sutileza de los todoterreno oficiales… Hacemos lo que podemos.

Porque di tú que siguen vivos. Que tras esa cáscara color crema un trocito menudo de empeño sigue porfiando. Llevo en las manos un misterio. En cada uno de los cinco huevos, la suerte infinita de volar, la ruta completa para marchar a África, el mandato imperioso de no romper la cadena. En mis manos. Escalofriante.

Y este pensamiento me protege. Mi mente no se acuerda de sentir aversión por la molestia. ¿Calor? Todo el del mundo. Pero sin quejas. He protestado por mucho menos antes. He recrudecido la incomodidad a fuerza de adelantarme a ella y rechazarla. He sentido dolor antes de que mi carne sufriese, miedo antes de que lo que asustaba ocurriera.

Y cuando el fastidio, el dolor, o lo complicado llegan por fin, te das cuenta de que puedes aguantarlo. No era para tanto. La incomodidad es un parásito de tu cabeza.

Silvia León
http://durmiendoenloscoches.blogspot.com