Angustia
Muchos de los combatientes que han fallecido a la hora de la extinción de un incendio forestal lo han hecho por asfixia. La combustión consume el oxígeno y te cuesta respirar. Si perdura esta situación dentro del incendio, la reducción de O2 en el riego sanguíneo empieza a afectar a las células y tejidos, y el calor del denso humo que respiramos provoca quemaduras en las vías respiratorias, ocasionando a la vez una inflamación rápida de los tejidos quemados que obstruye el aire que abastece a los pulmones. La muerte por esta causa, según dicen los expertos, suele ser rápida.
Tos, imposibilidad de respirar, dolor de cabeza, irritación en los ojos, hollín en las fosas nasales y la garganta, confusión, mareos, pérdida de conocimiento… Pero hay otro factor sicológico que afecta al combatiente cuando se encuentra en esta situación: la angustia.
Recuerdo a lo largo de mi vida profesional, en cuanto a la extinción de incendios forestales se refiere, varios casos en los que he sufrido esa sensación tan poco agradable. Afortunadamente, salí exitosamente de ellos, si no, no escribiría este relato.
Uno de ellos fue hace años, quizás haya transcurrido ya un decenio del suceso. Era un incendio de ribera prendido por la noche en el Arroyo de la Garandina, en Corte de Peleas, municipio de la provincia de Badajoz. Es una zona que todos los años queman, ya sea aguas arriba o aguas abajo, y suele ser en horas nocturnas, amparado el incendiario en su delito por la oscuridad y la ausencia de testigos que puedan identificarle, pues, como dice un compañero, “la noche es sólo para los búhos” y éstos no hablan, sólo ululan.
¿Por qué lo hacen? Primero, y ante todo, porque son unos perturbados mentales. A nadie en su sano juicio se le ocurre prender el monte intencionadamente. Segundo, por el daño que puede provocar la fauna a los cultivos circundantes a la ribera que en ellos habita, pues una vez quemada la casa, se desaloja o quema también al huésped. Tercero, por cuestiones de venganzas relacionadas con la caza: “¿Que no puedo cazar yo? ¡Pues tú tampoco!”. Y, por último, la motivación de una limpieza a lo salvaje del matorral y del arbolado con el fin de aprovechar un poquillo más de tierra para arar.
En este caso concreto que os cuento, las pesquisas que habíamos realizado varios agentes aquellos años apuntaban más a cuestiones cinegéticas. Pero era imposible o muy difícil coger al infractor o infractores. Mucha comarca por vigilar.
Pero me aparto del tema
Eran, creo recordar, sobre las doce de la noche, hacia finales de agosto o principios de septiembre: el cereal ya se había cosechado. Llegué el primero a la zona, la central no llamaba a más medios hasta esperar mi evaluación sobre el terreno. Las llamas crepitaban tragándose el matorral de zarzales y saucedas, mientras que los fresnos y olmos de la orilla ardían ya de copa. Conocía bien el sitio, tal vez ese mismo año u otros anteriores, me tocó bregar más acá o más allá.
La parte del arroyo que daba al camino de acceso para los bomberos, se veía bien y se podía controlar mejor, pues el camión podría arrojar agua a las llamas siguiendo la parcela llana de rastrojos, desde la cola al frente. Pero en el otro margen del río, no sabía lo que podíamos encontrarnos. Aunque sí conocía un badén que atravesaba el cauce del arroyo, quizás de no más de seis metros de anchura, pero se encontraba en medio de las llamas de la ribera, ardía por ambos lados, y un humo muy compacto casi lo ocultaba.
Sin embargo, el camino principal conducía a él, y me indicaba que por ahí podría pasar el vehículo sobre cemento, que no arde. Pero el coche lo había dejado en el frente, en zona de seguridad ya quemada, y estaba lejos para ir a por él y luego volver: los bomberos ya estaban de camino y aquello me retrasaría mucho la observación de la otra orilla, y tenía que salir a esperarlos a la carretera para conducirles al incendio.
Estaba provisto del EPI en su totalidad; en cuanto a la cabeza: gafas, casco, mascarilla y cubre nucas, que llegaba también a taparme el cuello cerrando los laterales con el velcro…
El humo era muy denso, tanto que no se veía el final del puente, pero si tan sólo eran seis metros de largo hasta el otro lado, como había calculado, no debería de haber mayor problema en cruzarlo.
No me lo pensé dos veces y entré.

Foto Skeeze
Tal vez eran más de seis metros, eso fue lo que pensé nada más entrar, no había calculado la parte cementada que lo afirmaba a un lado y al otro de los márgenes del río, y también me di cuenta ¡torpe de mí!, que si el humo era tan denso, no vería ni un pijo, como se dice por aquí, y que no podría respirar durante el trayecto al otro lado. Las mascarillas no evitan la entrada de humo ni te facilitan el poder coger más aire.
Desorientación: dicen que, cuando andamos, no lo hacemos rectos, que un pie se adelanta más que otro, no sé cuál, y por lo tanto, ante la falta de visión, ¿estaba yendo a lo largo, o a lo ancho de la plataforma de cemento? Y era un badén sin barandilla de protección. Si estaba avanzando en diagonal, en cualquier momento me podía desaparecer el suelo.
Angustia: no podía respirar, el trayecto se me hacía muy largo, los ojos me irritaban (¡vaya gafas protectoras de mierda!), surgió el temor de caerme al río… ¡Aguanta la respiración, aguanta! Cierra las vías respiratorias, que no te asfixies, que el calor de este humo sofocante no te queme por dentro, me repetía una y otra vez a cada paso que daba.
Una pesadilla, una auténtica pesadilla, ¿qué me había fallado? En el otro lado, según recordaba, había mancha a un lado del camino y al otro rastrojo… Por lo menos eso era lo que comprobé el año pasado, ¿y si este año la zona del cereal la habían dejado en posío y la hierba se había dejado crecer y con ello ahora la llama? ¿Pero dónde estaba el otro lado? ¿Me encontraba dando vueltas? Por temor a caerme del puente, ¿andaba en zigzag o volvía sobre mis pasos?

Foto Ylvers
Me agaché, el humo ascendía y tenía más posibilidad de respirar y de que mis manos tocasen antes el vacío que no mis pies. Andaba a cuatro patas, ¡qué ridículo si alguien me viera de esa guisa!, pero funcional, pues a la vez podía distinguir, a pesar de los guantes, lo que era cemento de lo que era la tierra del camino, por poder hacer presa en esta última, y aquello significaría que había pasado finalmente el puente,
Así ocurrió, y por fin vi la claridad al final del túnel, mejor dicho, la oscuridad, pues la noche estrellada me esperaba al otro lado y sentí un auténtico alivio.
Ya apartado de cualquier fumarola, me despojé del casco, la mascarilla y las gafas y respiré profundamente. Estaba a salvo. Negras las fosas nasales y negros los guantes.
Veinticinco años de experiencia tenía por aquel entonces en estas lides, ¿Qué me había ocurrido para haber tomado una decisión como aquella que tanto me había angustiado? Quizás estaba cansado. Un agente de guardia para cientos de hectáreas de terreno, al que estaban llamando constantemente tanto por la mañana como, sobre todo, por la tarde para que comprobase un humo u otro del que avisaban las torretas de vigilancia o el 112, hace mella en cualquier cuerpo. Decidí que esa debía ser la razón, y me convencí de que aquella estupidez que había cometido la había originado el agotamiento.
El fuego en el lado del arroyo que me encontraba, ya había pasado, seguramente fuera el punto de inicio del mismo, y con esa perspectiva me acerqué a la mancha de fresnos y zarzales quemados donde parecía que se había originado el incendio. Allí descubrí un vehículo totalmente calcinado. Alguien lo había quemado adrede, ¿tal vez para eliminar huellas de un delito? Esta vez la quema no había sido por culpa de la caza o de la agricultura. Me acerqué con algo de temor a los asientos. Afortunadamente no había ningún cuerpo.
– Central de Badajoz para Oak. Cambio – decidí ponerme en contacto a través del portófono con la central.
– A la escucha. Cambio.
– Que venga también una patrulla de la Guardia Civil al incendio, aquí han quemado un vehículo, seguramente robado. Podrán averiguar su propietario con el número de bastidor, pues lo que es por la chapa y el interior… Y la placa de matrícula está totalmente quemada también. Cambio.
– De acuerdo, Oak. ¿Han llegado ya los bomberos? Cambio.
– No, estarán por llegar, les voy a salir a la carretera. Cambio y corto – le dije acordándome en aquel momento de ellos.
– Suerte. Cambio y corto – se despidió.
Cruzar nuevamente el badén de regreso al coche, esta vez no suponía ningún peligro, las llamas habían pasado a ambos lados de él y el humo no era tan espeso, pero ciertamente os digo que, a pesar de ello, lo atravesé con miedo. Aunque ya, efectivamente, había desaparecido totalmente la angustia.
Oakgreen