Paisajes humanos: Macario

Era ya bien entrada la noche cuando detuve mi coche particular ante su casa. A pesar de llevar puesta la calefacción, una sensación de frío extraño invadió mi cuerpo repentinamente. Un frío ajeno a la humedad que, chorreando cristal abajo, amenazaba con colarse a través de las ventanillas. Húmeda y fría noche de inquietud y presentimientos.

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Foto Stevepb

Macario es un hombre risueño, desaliñado, medio pequeño y algo encorvado. Su pelo, ya gris y aún abundante, crece en desorden; como despreocupado, como deben crecer los pelos de un ser humano que se siente libre y feliz. Mira con ojos que sonríen sin motivo aparente, lo que se me antoja el mejor motivo para mostrar una sonrisa. Sonríen a la par sus labios como diciendo: “aquí hay un amigo”.

Macario dobla ligeramente su pequeña humanidad sobre una espalda cargada de años y de trabajo. Cubre su existencia con unas ropas sencillas, humildes, acostumbradas a las rutinas de su dueño; “requeteusadas”, sí, pero ni sucias ni descuidadas. Son, simplemente, las ropas de un hombre entrañable y cercano. Calzan los pies de este paisano unas botas hechas a pisar barro y agua, polvo y piedra, hierba y caminar.

Se levanta Macario temprano; con el sol salir. Se recoge también temprano; con el sol poner. No se peina, ¿para qué? Se afeita a veces, ¿por qué no? Trabaja sin falta: siete días a la semana. Labora todos los días sin prisa, los domingos también. “Los animales no entienden de fiestas”, me dijo. Bestias en la granja mantiene ya pocas: dos burros, unas cabras, unas gallinas, algunos perros y no se sabe cuántos gatos. Dice él que las cabras las tiene para entretenerse. Su mujer dice que las cabras las tuvieron siempre; que antes tuvieron más, pero que con la edad que tienen ya no pueden con la carga de trabajo. A “la Elisa”, como dice “el Macario”, le gusta mucho llevar a las cabras a pastar. Al contarme su historia, ella se siente moza de nuevo. Lo barrunto en su sonrisa y en su mirada cuando, con alegre cháchara, rememora los tiempos en que Macario y ella se afanaban en la tarea diaria hace ya “buuuu, tantos años”…

El mundo de Macario y de Elisa es bien pequeño. Ambos nacieron en alguna granja y en algún lugar de Extremadura, cerca de la raya con Portugal. No diré más. Sus granjas eran vecinas, colindantes, hermanas, destinadas a verter en un mismo cauce las aguas que bebía nuestra campesina pareja. Podemos imaginarles una vida austera y laboriosa, ocupada y despaciosa. Podemos pensarles unos amaneceres bendecidos por la escarcha o el rocío, tal vez por unos despertares templados o calurosos, según la estación del año. En todo caso, unas jornadas eternas siempre dictadas por el poderoso sol; su reloj, su calendario, su patrón.

Podríamos también soñar que su pan era sabroso y cálido, que su queso era fresco, que la navaja medio oxidada con la que cortaban la matanza, atrapaba en su filo los aromas del pimentón y del orégano, de la sal y del tomillo. Estos y otros condimentos eran como una cosa mágica: pimentón como oro de La Vera, orégano como incienso del Perú, mirra en forma de sal marina. El orbe mundial majado en la artesa de su pequeño paraíso.

ribera-rio-extremadura-agente-osboSe conocieron ambos de zagales. Quizá aquel día que, sonriente, Macario guiaba barrera arriba un asno cargado de leña de encina. Seguro que de lejos vio a Elisa que, sonriente, atendía las cabras de su familia en las verdes praderas de aquella hermosa primavera. Ella no lo sabía, pero Macario en aquel momento había decidido que en la siguiente ocasión que cargase leña, su burro tendría que arrimar el hocico al cauce del que bebían las cabras de aquella zagala. En realidad Elisa y Macario no se conocían desde hace muchos años como me contaba Elisa, se conocían de siempre. Se conocían desde antes de conocerse porque estaban rebozados en la misma harina; estaban cocidos en el mismo sol y condimentaban sus carnes las mismas hierbas.

A Macario y a Elisa los conocí de la misma forma en que la fortuna me da en conocer a tantos paisanos de la tierra. Uno de tantos días el trabajo de “montero” – como me nombra Macario, “forestal” nos dicen otros -, me acercó por su finca tal vez para ver una entresaca de roble, o quizá fue para bendecir una poda de encinas. “Usted dirá cómo le gusta que haga la poda”, pudo decirme Macario. “No es como a mí me guste, Macario. Es como diga el condicionado. Usted será el primer interesado en que la poda esté bien hecha”. “Claro, claro – asentía Macario -. Fíjese qué salud tienen. Estas de aquí las crié yo mismo. Después sembré aquellos dos alcornoques. Son tan bonitos así que ni les he sacado el “bórneo”. Macario era uno de esos paisanos que por alguna poderosa razón, pasan a formar parte de nuestro paisaje sentimental.

Elisa y Macario se conocían de siempre. Se conocían desde antes de conocerse porque estaban rebozados en la misma harina; estaban cocidos en el mismo sol y condimentaban sus carnes las mismas hierbas.

Hace unas semanas, me dijeron que Macario había tenido un serio percance. Un mal día, un jabalí asustado cargó contra su escasa figura. Me dicen que el suido dejó a nuestro amigo bastante mal parado, duramente golpeado y cosido a cuchilladas por las feroces amoladeras del macho. Consiguió a duras penas recabar la ayuda de su hijo, quien afortunadamente se encontraba ese día en la finca. El monte esconde peligros incluso para las personas más recias.

Ahora, en mi coche, guarecido del frío de la gélida noche, me esfuerzo por alejar oscuros pensamientos. ¿Lo encontraré sonriente, o derrotado? Mientras tanto, recuerdo con cariño su hablar extraño y delicioso, arcaizante; casi ancestral; trufado de vocablos antiguos y macerado en un deje musical muy suyo, en el que resuenan los ecos de la vecina Portugal.

AMN Agustín de Burgos López