La retranca y Pedro
Era fin de semana, creo que domingo, y acudíamos mi compañero, Pedro, y yo a una montería que se celebraba en el término municipal de Badajoz en la finca Los Felinos. Era una mancha abrupta en solana, de encinas y alcornoques y jaras sin, afortunadamente, poder labrar por la fuerte pendiente del terreno. Abajo estaba el valle adehesado con algunas encinas y pocos alcornoques distribuidos de forma heterogénea.

Foto Jackmark
La cuchilla de la sierra dividía la provincia de Badajoz con la de Cáceres y el pueblo más cercano era El Zángano.
Pedro había estado mucho tiempo en oficinas y, de golpe y porrazo, ya rebasada la cota de los sesenta años, decidió echarse al monte. Creo que llevábamos un año quizás de compañeros de patrulla en un Galloper que conmigo hizo historia, cuando aconteció la anécdota que hoy os voy a contar.
Pedro tenía un defecto: hablaba mucho, demasiado, en una disertación incesante mantenida siempre consigo mismo, acompañada de expresivas y vehementes gesticulaciones, mientras que su rostro se transformaba en adusto frunciendo las cejas y achicando la boca como si dentro tuviera un enjambre de avispas. Sempiterna rabia contenida.
Y así horas y horas, poniéndote la cabeza en el coche, en el campo, en la oficina…, como se suele decir, como un bombo de sufrida piel, de tanto machacar y machacar.
Su poca experiencia en caza hacía que, cuando interveníamos en una acción cinegética, siempre tuviera que estar con alguno de los que llevábamos mucho tiempo en la comarca. Yo llevaba ya 20 años de servicio por aquel entonces. En ocasiones… era un bulto, pero además un paquete que ponía en peligro siempre nuestras operaciones cuando requerían de cierto sigilo. Imposible que guardara silencio a pesar de nuestra insistencia: espantaba al furtivo, a la presa de un cazador legal en puesto fijo, a las grullas en la dehesa y a las avutardas en la estepa; y a la retranca…
La retranca es una variedad de caza furtiva que consiste en esperar armados a las reses que son espantadas de una montería, colocándose con este fin a una cierta distancia de la última armada autorizada y generalmente situada en la cuchilla, esperando al otro lado de la misma para poder abatirlas con bala, con cartuchos bala, o con postas.
Pero ese día me había propuesto que, como otras veces ocurría, no me espantase “la caza” con su incesante verborrea.

Oakgreen revisando un arma de caza
Era tradicional en el lugar, cuando se celebraba la montería de la mancha de Los Felinos, que acudieran al otro lado de la sierra, en la umbría, algunos cazadores del pueblo a esperar las reses en su huida. Jabalíes y ciervos principalmente (de cualquiera de ellos les daba igual el sexo o la edad, tiernos o duros) servían perfectamente para carne que mezclar con grasa de cerdo en las matanzas, o para su venta en los bares de la localidad.
Al alba, habíamos estado en el pueblo de La Roca de la Sierra donde, en una venta, los monteros sortearon los puestos. Allí pedimos que una o dos de las listas de líneas de escopeta escritas sobre un papel, seleccionadas todas puestas en abanico con el envés de la página en blanco hacia el seleccionador, nos mostrasen la documentación para no interferir luego en el desarrollo de la acción cinegética.
Cuando ya el postor distribuía las distintas armadas por la mancha, la del sopié, la del valle, las traviesas, la frontera, la de la cuchilla…, nos acercamos con el coche al valle de la provincia de Cáceres, limítrofe por el norte con la finca donde se iba a celebrar la montería, es decir, donde podría haber ya gente puesta de retranca.
A la retranca de la retranca
Escondimos el vehículo abajo y anduvimos (iba a decir sigilosamente, pero ya sabéis que con Pedro… era imposible) entre las jaras, subiendo un poco más para ver si había algún vehículo oculto, o por si podíamos escuchar algún tiro. Así fue, hayamos un turismo escondido entre el matorral que había ascendido a media falda de la sierra por un camino de saca de corcho. No había nadie en su interior, estaba cerrado, y procuraron no dejar nada en los asientos que evidenciase que llevaban armas…, excepto una caja de cartuchos vacía que con dificultad se veía debajo del asiento del acompañante del conductor.
La retranca es una variedad de caza furtiva que consiste en esperar armados a las reses que son espantadas de una montería, colocándose con este fin a una cierta distancia de la última armada autorizada y generalmente situada en la cuchilla, esperando al otro lado de la misma para poder abatirlas
Entonces, mientras inspeccionábamos el vehículo, escuchamos dos tiros cerca de la cuchilla de la sierra a unos trescientos metros de donde nos encontrábamos, los cuales nos descubrieron la situación de los escopeteros, y decidimos intervenir directamente, así que ascendimos entre el maquis con… sigilo, pretendiéndolo por lo menos.
– ¡Esto no se debe consentir! ¡Pobres animalillos asustados que bajan creyéndose ya a salvo de los que al otro lado les están pegando tiros!, ¡y estos cabrones les matan aprovechándose de su miedo!
– Pedro, hazme el favor, cállate, que van a salir corriendo – le rogaba en voz baja mientras que separaba la jara agarrándola tras de mí unos segundos para que no le diese en la testa cuando la rama volviese a su sitio.
– ¡Pero es que, Oak! ¡Son unos hijos de putas, aprovechándose, además, de la caza ajena!
Pero, por mucho que intentaba persuadirle de que guardase silencio, él erre que erre.
En un momento determinado, le dejé pasar y me quedé a dos pasos detrás suya. Decidí entonces separarme poco a poco de su compañía mientras continuaba con su exaltada cantinela subiendo la cuesta hacia donde habíamos escuchado los tiros.
– ¡Porque esto, porque lo otro….! ¡Los muy….!

Cartucho de postas. Foto Blog Armas de fuego.
No subí con él, muy al contrario descendí mientras que escuchaba el latiguillo de su conversación cada vez más lejano, pero igualmente incesante. Creo que no se dio cuenta de que le había abandonado.
Llegué al coche de los retranqueros, y me puse tras de él agachado entre los arbustos, a la espera de lo que esperaba iba a ser evidente.
En efecto, al pronto escuché un movimiento de bajada violento entre las jaras, como si alguien corriese hacia abajo. Miré, asomando mi cabeza entre la maraña de jara, labiérnago y madroña, cómo dos hombres bajaban a la carrera portando a la espaldas las escopetas. Por la edad y su parecido, supuse que se trataban de un padre y un hijo.
– ¡Corre, corre, hijo, que nos cogen! – decía el mayor.
– ¡Están lejos, papá! ¿No los oyes? – tranquilizaba el más joven – ¿Y el cochino?
– ¡Ya volveremos esta noche y lo recogeremos, hijo! – acordó el padre.
Llegaron al camino jadeando de la carrera que se habían metido, sin sospechar siquiera de mi presencia junto al coche, momento en el cual, antes de que sacasen las llaves para abrir la puerta del Renault y salir a escape, me puse en pie y me situé con tranquilidad, justamente apoyada mi espalda en la puerta del conductor. Por encima de mí tenían que pasar si pretendían meterse en el coche por la fuerza, y yo les llevaba una cabeza de altura a los dos.
– ¡Corre, corre, hijo, que nos cogen! – decía el mayor.
– ¡Están lejos, papá! ¿No los oyes? – tranquilizaba el más joven – ¿Y el cochino?
– ¡Ya volveremos esta noche y lo recogeremos, hijo! – acordó el padre.
Pero no fue así, los dos individuos se pararon en seco, me miraron sorprendidos y atemorizados, y volvieron la cabeza a su vez hacia atrás donde en la lejanía se seguía escuchando el barrunto del compañero, cada vez más cercano, signo de que iba bajando de la cuchilla.
– ¡Pero! – se atrevió a hablar con voz cortada por la carrera, el agotado padre, varón de unos cincuenta y cinco años de edad, bajito y moreno – ¿no se encontraba usted arriba con su compañero? ¡Si les hemos escuchado hablar mientras venían a por nosotros!
– No, papá – explicó el hijo, moreno como el padre y de unos treinta años de edad -, que son tres, dos se han ido “parriba” a buscarnos y otro nos estaba esperando en el coche.
Desde lo alto se escuchaba bufar a Pedro mientras que corría ladera abajo gritando:
– ¡Oak, no te rezagues, que han salido corriendo hacia el coche y se nos van! ¡Date prisa y baja! ¿Dónde coño estás?
Al rato se le vio asomando la cabeza por encima de la jara, y mirando descompuesto hacia atrás por si me veía descender también de la cuchilla de la sierra. Seguramente tenía miedo de enfrentarse solo a los furtivos.
Cuando finalmente llegó donde nos encontrábamos, su cara era un cuadro, y entre resoplido y resoplido, descansando su cuerpo arqueado con los brazos puestos sobre sus rodillas, consiguió decir:
– ¡Pero…, Oak! ¿Ya estás aquí? ¿Cómo coño has corrido tanto? Pero… ¡si ya tienes las armas en su funda para llevárnoslas! ¿Cómo diantres… si estabas arriba a mi lado…?
– Bueno, compañero (no iba a decir su nombre delante de los furtivos, cosa que él sí hizo debido a su inexperiencia en estas lides), esto ya está concluido, hazme el favor y coge una de las escopetas. Decían que venían a cazar palomas, pero llevaban postas en las cartucheras del cinturón, también se las he decomisado. Dicen que hay un jabalí que han abatido más arriba. Vamos a buscarlo.
Los retranqueros me siguieron para indicarme el sitio donde habían hecho sangre, mientras que yo portaba una de las armas y los cartuchos. Pedro se quedó abajo muy confuso, relatando su nuevo latiguillo “Si estabas allí arriba conmigo, ¿cómo ahora estás aquí antes que yo…?”, “¿Por dónde habrás venido tan rápido si te estaba hablando cerca de la cuchilla cuando los tíos han corrido hacia aquí?, ¿pero cómo es posible que…?
En los años que seguimos de patrulla juntos, nunca se me ocurrió mencionarle, por no ofenderle, que aquel día me serví de él como podenco de rehala para sacar las piezas de la mancha y capturarlas.
Oakgreen