¡Por los huevos!

Era verano de 1987 y fue mi primer censo de reses cervunas. Recuerdo lo emocionado que me encontraba con aquella nueva experiencia. Era también escapar un poco de la rutina de otros censos distintos: avutardas, grullas, águilas, cigüeñas, cormoranes, acuáticas… Sí, era el primer censo de grandes ungulados que realizaba en Sierra de San Pedro, de lo cual luego, aunque no quedaría harto, sí satisfecho.

ciervos-pradera-oak-osbo

Foto amaurydeterwange

Todos los años se inventariaban las reses de los cotos de caza mayor de la comarca, coincidiendo con los meses de falta de comida en el campo por el agostado del pasto, y aprovechándonos de que las gentes de las fincas les daban de comer atrayéndoles a los comederos.

El servicio se realizaba junto a la guardería de los cotos donde realizábamos el conteo, y nos distribuíamos agentes junto con guardas en relación de uno a uno por regla general, de forma que formásemos parejas administración-acotado. De esta forma los datos que sacábamos no variaban ni entraban en discusión con los que la propiedad tenía, por lo que el inventario del Plan Cinegético del acotado se hacía correctamente.

Existían las parejas fijas y las itinerantes. Las primeras se colocaban ocultas en un puesto hecho exprofeso para ese evento: ocultas tras de una pantalla de jaras, escobas y brezo, o aprovechando unas ruinas de majada o cortijo que les diera cobijo y evitase la aguda vista de los cérvidos. Allí se esperaba en silencio a que acudiesen las reses a la comida que un trabajador de la finca les echaba desde el tractor o la pick-up.

Las segundas tenían la misión de penetrar en las manchas en busca de aquellos machos reacios a entrar al comedero y que se quedaban escondidos en la espesura.

A mí siempre me tocó de puesto fijo, lo cual me era más gratificante pues veía gran cantidad de ungulados de distintas especies, sexos y edades, entrando en el claro donde se arrojaba el pienso.

Y aquella primera vez iba a aprender mucho, ya lo sospechaba, pero nunca pensé que fuera tanto.

El hecho es que al atardecer de aquel día caluroso ya llegamos al cortijo de la finca las tres patrullas de agentes de Medio Ambiente que íbamos a intervenir en el conteo, y en el cortijo ya nos estaban aguardando los guardas y alguno de los hijos mayores de aquéllos, quienes se distribuirían con nosotros para el acontecimiento.

Las parejas se hicieron, y yo fui beneficiado con la compañía del guarda mayor de los que se encontraban dentro de aquella propiedad, en un total de tres, que junto a los dos hijos de alguno de ellos formaban cinco. Estaban en la misma proporción que nosotros, pues por aquel entonces yo me encontraba solo en mi patrulla. Mis compañeros eran Vicente, el Jefe de Comarca; Juan Luis, que era su compañero de patrulla; Santos, el Jefe de Zona que más tarde fue mi pareja en la patrulla móvil Badajoz Norte; y Valeriano, agente compañero por aquel entonces de Santos.

El guarda mayor del coto se llamaba Marcial. Sí, el mismo del que os hablé en el relato de “La Pareja”, y que tantos buenos y malos ratos me hizo pasar en los días y años venideros al del evento que os acontezco aquí.

Marcial era ya mayor cuando lo conocí, quizás pasaba ya de los cincuenta y seis años. Era fuerte y algo bajito y su pelo todavía negro, y la faz estaba curtida por el sol y las inclemencias del tiempo haciéndole aparentar ser aún mayor. Su voz era característica, como aguardentosa, ronca y profunda, pero no era por el alcohol. Me contaron en una ocasión que se le fastidiaron las cuerdas vocales en un embarque de reses donde un cuerno de un venado le hizo herida en el cuello que pudo matarle. Afortunadamente el único recuerdo que le dejó el ungulado fue una cicatriz y aquella voz tan característica.

– ¿Su primer censo de ciervos? – me preguntó cuando nos dejaron en el puesto ocultos tras una maraña de enlazadas jaras, que, a pesar de ello, no ocultaban el llano adehesado que se encontraba frente a nosotros.

– Así es.

– Pues no se va a aburrir.

Me trataba de usted, a pesar de la diferencia de edad, pues yo por aquel entonces no llegaba todavía a los treinta. Y comprendí que era el respeto a la autoridad, y la educación, sobre todo. En servicios sucesivos le obligaba a que me tratase de tú, pero siempre caía en el mismo hábito. Y es que era difícil variar pautas fijas de costumbre asumidas durante tanto tiempo.

– Eso espero – le contesté – ¿Lleva mucho tiempo en la finca? – con el mismo respeto, pero por su edad, le traté en mi pregunta.

– Desde niño, pero no concretamente en esta finca, en otra del jefe.

Los propietarios de las fincas de Sierra de San Pedro eran grandes potentados terratenientes, si no con títulos (duques, condes, marqueses, etcétera) sí con un elevado nivel económico, y en ocasiones con varias propiedades heredadas de sus antepasados.

Esperamos pacientes hablando de vez en cuando sobre cosas banales, guardando silencios en mi caso tímidos y en el suyo sabios. Escuchamos al tractor que se acercaba a la dehesa, y mientras que el tractorista conducía la máquina, otro trabajador arrojaba desde el remolque el pienso de alfalfa prensada, que caía sobre el suelo árido y sin pasto del encinar, comido a diente hasta casi la raíz por la caza mayor de la finca.

Guardamos silencio en espera de que se alejase el ruido de la máquina, para que con la tranquilidad las reses abandonasen su refugio y acudiesen, no sin timidez, al valle.

Y fueron apareciendo poco a poco. Algunas ciervas acompañadas con su gabato del año y la gabarrona del año pasado; unos tímidos horquillones junto a algunos varetos; grandes machos viejos, junto con jóvenes de modesta cornamenta.

ciervos-oak-diego-torres-osbo

Foro Diego Torres

Esperamos que fueran buscando su hueco entre la línea larga de pienso que habían colocado exprofeso para que no se agolparan. Tras unos movimientos intranquilos fueron acostumbrándose al entorno, ignorantes de que les estábamos observando.

Cuando entendimos que la tranquilidad imperaba y que los movimientos erráticos iban desapareciendo, nos calamos los prismáticos a la vista y empezamos el conteo.

Empecé de izquierda a derecha. En otros censos posteriores dentro de otros cotos la cosa se complicaba cuando teníamos que realizar dos e incluso tres pasadas si entre los ciervos había gamos e incluso muflones. Pero en éste, exclusivo de ciervos, con una ida era suficiente. No se podía hacer más, pues los datos, de volver atrás sobre lo contado, podían dar más error.

Una cabeza asomaba alerta mientras que la de otro congénere se encontraba agachada comiendo el pienso, y hasta que no la subiese en relevo no podía identificar el sexo y la edad del inclinado. Un cuerpo de venado viejo tapaba a otro que parecía un vareto… y que luego resultaba ser un horquillón. El gabato del año se metía casi entre las patas de su madre… que luego resultaba ser su hermana gabarrona cuando la verdadera madre me dejaba verlos bien. Aquel venado tardío estaba todavía soltando las correas, y aquel otro, aunque parecía de tres años por las tres puntas, tenía cuerpo suficiente para ser de mayor edad.

Sobre mi encuadernada libreta de piel, y al lado de cada una de las líneas donde señalaba sexo y edad, colocaba otro palito cuando conseguía identificar al animal. Marcial hacía lo propio pero sobre una vieja y sudada libretita de espirales, lo que adivinaba mirándole de vez en cuando de reojo.

¡Ya está! – me dijo con un impetuoso susurro.

– ¿Ya está? – le pregunté.

Sí, los tengo: 135 venados, 45 horquillones, 32 varetos, 175 ciervas, 87 gabarronas y 75 gabatas.

Le miré sorprendido sin decirle nada. Había pasado quizás algo más de diez minutos y yo nada más que había contado unos 70 metros de los 300 lineales que formaba el pienso sobre la dehesa y la manada de ciervos repartida sobre él.

“El cabrón me está tomando el pelo”, pensé también sin abrir boca mientras que volvía a calarme los prismáticos y a reanudar el conteo en aquel macho de 14 puntas que seguía con la cabeza vigilante.

Casi tres cuartos de hora y por fin terminé el conteo

– ¡Hostias! – exclamé casi sin intención – son… son exactos sus datos. ¡Son esos bichos! – también hablé sorprendido al sumar palitos de cada sexo y edad de las reses. – ¿Cómo los ha contado tan rápido, Marcial?

¡Por los huevos! – me dijo sonriente y satisfecho.

Le miré interrogante y seguramente con cara de bobo. Él amplió su sonrisa y comenzó a relatarme:

– Mire, Oak, es complicado contar las reses porque las cabezas están la mayor parte del tiempo agachadas comiendo, pero los cuartos traseros son más fáciles de ver: los grandes machos tienen los huevos blancos, los horquillones los tienen más pequeños y grisáceos, y más oscuros los varetos. Las ciervas no los tienen, por supuesto, pero los traseros son distintos de cierva vieja a gabata.

«Es complicado contar las reses porque las cabezas están la mayor parte del tiempo agachadas comiendo, pero los cuartos traseros son más fáciles de ver: los grandes machos tienen los huevos blancos, los horquillones los tienen más pequeños y grisáceos, y más oscuros los varetos. Las ciervas no los tienen, por supuesto, pero los traseros son distintos de cierva vieja a gabata».

“¡Este me toma el pelo!”, volví a pensar para mis adentros, pero intentando encontrar sentido a lo que me decía volví a calarme los prismáticos, y si no a contar, sí a identificar por el trasero a los bichos. Me costaba mucho, pero cierto era que conseguía, no sin gran esfuerzo, hacerlo. Entendía que mi torpeza estaba en la poca práctica y que Marcial, que se había criado entre cuernos de venado, con una simple pasada seguramente sabía reconocer a los bichos.

– ¡Coño, es verdad, Marcial! ¡Me ha dejado alucinado! ¡Increíble, lo que sabe!

¡He mamado leche de cierva! – me dijo, creo que metafóricamente, refiriéndose a su dilatada experiencia en el tema.

Llamé entonces por la portátil al compañero para que nos recogiera y llevara al punto de reunión.

Agente Medio Ambiente de Extremadura en un censo, foto Pedro Sánchez

Este se encontraba dentro de un chozo de monte, donde ya algún trabajador de la finca había dispuesto de una lumbre en su centro y asado algunas carnes de guarro. Al lado, unas botas de vino custodiaban un estupendo queso curado de cabra y oveja y unos chorizos que luego me explicaron de venado y jabalí, mixturados en su tripa con grasa de guarro doméstico.

Ya había caído la noche y alrededor de la pequeña hoguera nos dispusimos a dar cada uno nuestros datos para que Vicente, el Jefe de Comarca, y Santos, el Jefe de Zona, seguidos de Marcial, el guarda mayor del coto, los contrastaran y sumasen.

Así lo hicimos mientras que nos acompañábamos del ágape montés. Rodeando al fuego estábamos los cinco agentes y los cinco guardas del coto.

Terminamos el recuento total y continuamos degustando manjares montaraces induciendo al diálogo.

– Macho, nunca dejaré de maravillarme y sorprenderme en este oficio – dije entrando en la conversación – Creíame saberlo todo en esto de los censos, y algo en los de venados, y cuán confundido estaba, pues me he dado cuenta de que no sabía nada. He tardado casi una hora en contar las reses, y Marcial en algo más de diez minutos ya lo había hecho.

– ¿Cómo ha sido eso? – me preguntó Juan Luis, el compañero joven que formaba pareja con Vicente.

¡Por los huevos!

Todos se quedaron mirándome expectantes, como si de algo nuevo les hablase o como si no acabaran de entenderme. Y yo sabía que ellos tenían más experiencia que yo en estas lides cinegéticas y que seguro me comprendían, pero que necesitaba la cosa de una algo más larga explicación.

– ¡Coño, no digáis que vosotros no lo sabéis!: Los machos grandes tienen los huevos blancos, los jóvenes tienen los testículos más pequeños y grisáceos, las hembras…

No me dejaron continuar, tanto guardas del coto como compañeros agentes empezaron a soltar al unísono una sonora carcajada que hizo mover de un lado a otro la llama de la hoguera por el movimiento del aire que desplazaban dentro del chozo.

– ¿Qué coño pasa? – les interrogué algo mosqueado.

– ¿Por los huevos, Oak? – consiguió decir entre carcajadas el Jefe de Comarca. – Bien te ha tomado el pelo el compañero Marcial.

– ¡Hostias, que las cifras coincidían!

– ¡Claro que coincidían, ¿no te das cuenta que la tarde de ayer ellos ya habían contado los bichos? – dijo Sabas intentando articular palabra entre risotada y risotada.

Miré a Marcial inquisitivo y algo indignado por la broma.

– O sea, que de los huevos nada. Qué cabrón, bien que me has dado la novatada – le tuteé entonces en principio serio, luego yo mismo empecé a reírme, y a mis risotadas, migas de pan y trocitos de queso y chorizo salieron de la boca de cada uno de nosotros al contagiarse nuevamente con la gracia, tan llenas estaban de la pitanza.

Oakgreen