Rosa de Alejandría
¿Conocéis la planta? ¿La habéis visto en flor? Es hermosa, ¿verdad? La llaman también peonía, castellanizando su nombre genérico (Paeonia), el cual se puso en honor de Peón, médico de los dioses del Olimpo ¿lo sabíais?
Pero mencionarla aquí nada más empezar la vivencia, poner el título de este relato con su nombre…, es sólo una excusa. Un pretexto para hablar de lo que fueron mis mañanas y mis tardes recorriendo Sierra de San Pedro en busca, año tras año, de las grandes aves que anidaban en sus umbrías y en sus solanas, e incluso en el valle adehesado que se encontraba al sopié de ambas, compuesto de alcornoques y encinas.

Buitre negro. Foto Zoosnow
Pero este caso en concreto, el de la rosa flor, era el referente que tenía para cambiar de la falda de Alpacares, en umbría, a la falda de Cubertera, en solana, y seguir contando parejas que regentaban plataformas, ocupándolas luego, nidos vacíos, nidos nuevos… de imperial, de buitre negro, de águila real, de perdicera, de búho real, de alimoche… Tan variada e importante era la fauna aviar que allí criaba, y que seguramente lo sigue haciendo. Actualmente lo desconozco, pues hace tal vez algo más de diez años que ya no visito esos lares. Ya sabéis, tu comarca es una amante prestada que, cuando el Servicio entiende que has de ejercer el oficio en otro sitio, te la arrebata de repente, quedándote un vacío que poco a poco (aunque no del todo) vas rellenando con otras experiencias en tu nueva zona de trabajo.
Las de Alejandría crecían bajo un nido de buitre negro que todos los años se ocupaba, pero, quizás presagio de mi próxima partida de aquellas tierras, los últimos años lo hallaba vacío. Había decidido anidar al otro lado de la sierra.
Pero las peonías seguían allí, como desde el principio de mis correrías como agente de Medio Ambiente, allá por el 87; como hasta el final de las mismas, hacia el 2007, como agente del Medio Natural, ya ubicado en otra comarca. No sé si en el momento actual lo seguirán estando.
Ya sabéis, tu comarca es una amante prestada que, cuando el Servicio entiende que has de ejercer el oficio en otro sitio, te la arrebata de repente, quedándote un vacío que poco a poco (aunque no del todo) vas rellenando con otras experiencias en tu nueva zona de trabajo
El hecho es que recuerdo que normalmente mi periplo observador era recorriendo el valle limítrofe con las serranías cacereñas, de hecho la entrada a la finca Alpacares por la parte occidental se hacía a través de la provincia de Cáceres. Allí me aguardaba primero en mi recorrido, un año sí, otro también, luego ya no, una pareja de alimoches que finalmente terminó criando en tierras cacereñas.

Oakgreen «en plena faena».
Aunque, a pesar de que ya hacía tiempo que abandonó el roquedo de Horneros, yo seguía parando en el sitio con mi Galloper, sacando del asiento de atrás el trípode con las patas ya desplegadas y enganchado también el telescopio a aquél, todo para ahorrar tiempo, colocarlo luego en el lugar de costumbre abriendo sus largas extremidades, donde ya hacía tiempo había descubierto el mejor punto de observación para ver bien el abrigo que servía de refugio a su parca plataforma, y abrir mi ojo derecho tras el monocular, mientras cerraba el izquierdo, y mirar con sumo detenimiento la roca. Sí, se seguía viendo volar por allí, incluso aterrizar y comerse, cuando los buitres negros le dejaban, alguna oveja muerta del buen Juan, el guarda de la finca.
También hubo en su día, bien criando en Alpacares, o haciéndolo en Horneros, finca aledaña, una perdicera, esa que un mal día cambiaron su nombre por águila azor, al que le cambié el apellido también por palomera, pues pocas perdices se llevaba al nido, ya que aquellas serranías estaban repletas de paloma torcaz. Estaban, bien lo digo ahora, ya que, debido a diversos factores, los grandes dormideros desaparecieron de allí y fueron a parar a la vecina Portugal.
El valle de la umbría, luego de conducirme por caminos transversales, varios vericuetos y faldas, rodear algún monte de poca importancia; entre eucaliptos, pinos resineros, alcornoques, encinas y algún castañar, me reportaba un total de una veintena de plataformas de buitre negro, en ocasiones más, en ocasiones menos. Cada una con su historia, su punto de observación, su anécdota y muchas de ellas teniendo que dejar el coche en el camino e ir a patitas al lugar donde encajaba el trípode y observaba primero el nido vestido con nuevo material, o sucio y abandonado; luego, conforme iban avanzando los días y los meses, con la pareja ocupándolo, la hembra incubando el único huevo, y finalmente el negro pollo agachado, luego de pie, hasta que ya lograba levantar el vuelo.
Siempre procuraba hacerlo desde un punto donde no molestase excesivamente a los pájaros, aunque, en mi fuero interno, pensaba que ya me reconocían y eran capaces de aguantar mi presencia.
En la umbría, en un alcornoque entre pinares, en su día crió una imperial que luego, cuando yo ya estaba en la zona, empezó a hacerlo en Cubertera. Me contaba Alejandro, el viejo guarda, ya anciano, padre de Juan, que, para dar de comer a su familia algún conejo, ponía un collar a los pollos, que eran tres, a veces cuatro; luego cuando veía que un adulto le llevaba un conejo, volvía a subir al nido, recogía al lepórido y quitaba los collares a los pollos, de forma que en el próximo cebado pudieran comer. Pero ya no había conejos, tampoco estaba allí el águila.
Alejandro, el viejo guarda, para dar de comer a su familia algún conejo, ponía un collar a los pollos, que eran tres, a veces cuatro; luego cuando veía que un adulto le llevaba un conejo, volvía a subir al nido, recogía al lepórido y quitaba los collares a los pollos, de forma que en el próximo cebado pudieran comer.

Aguila imperial ibérica. Foto Domingo Rivera Dios
Y así llegaba por fin a las rosas de Alejandría, donde contaba mi última pareja de negros de Alpacares, y pasaba por una portera a la solana de Cubertera. Los últimos años cerraron con candado la misma, pero podía abrirla con la llave que me entregó la propiedad, hasta que un buen día descubrí que la habían cerrado definitivamente poniendo otra valla sobrepuesta. Furtivos que entraban por allí con frecuencia, me justificó Juan.
Pero hasta que ese día llegase, y tuviera que volver sobre lo andado para cruzar a la otra finca, yo ya había pasado a la solana.
Y más trochas, senderos, rodeos, encontrando nuevas plataformas del monachus, hasta llegar a la imperial. Anidaba sobre un pino, el más alto del rodal. La verdad era que solía haberla visto antes, saltándome la valla cinegética que separaba ambas fincas, para bajar un poco por la falda de Cubertera, entre jaras tan altas como yo, y posicionarme bien para contemplar fácilmente la plataforma, ya que desde ese punto podía verla desde arriba. Si lo hacía desde el valle de la solana, sólo conseguía apreciar la parte baja de la taza.
Unas máquinas molestaron un año a la pareja. Dejó de anidar allí, y desde entonces, ya no me consideraron amigos ni el dueño, ni los guardas.
Siguiendo aquella ruta, entre pinos piñoneros, varias parejas criaban de buitre negro. Recuerdo que, cuando tocaba la recogida de la piña en árbol, tenía que marcar la zona de exclusión donde no podían acercarse a las plataformas en cría. Haciendo amigos, como siempre.
Luego descubría roquedos donde anidaban un alimoche, búho real, águila real…
Una jornada entera, desde la madrugada hasta el anochecer. Tan extenso, abrupto y con tantos recovecos era el recorrido.
Aquello cambió cuando un nuevo director general entró a llevar las riendas de la Dirección General, y nos puso un horario de funcionarios, y tuvimos que fichar, y no pasarnos ni un minuto de él ¡Qué cosa más absurda! Entonces, el mismo periplo de observación y vigilancia, lo tenía que hacer en tres mañanas, o en cuatro; y si eran tardes, en más, pues enseguida caía la noche.
La política siempre tiene que afectar de una forma u otra a lo que es natural. La mayor parte de las veces, negativamente.
Aquello cambió cuando un nuevo director general entró a llevar las riendas de la Dirección General, y nos puso un horario de funcionarios, y tuvimos que fichar, y no pasarnos ni un minuto de él ¡Qué cosa más absurda!
Cubertera y las fincas colindantes también de la solana eran tan generosas como las de la umbría de Alpacares en buitres negros, y también tenía su imperial, aquella que, debido al cainismo, tenía los primeros años que subirme a la plataforma para depositarle conejos muy de madrugada, con el fin de no alterar en demasía la tranquilidad de las albihombros; para luego hacerlo, cuando ya se sabía más de estas cosas, colgados en un alcornoque que les servía como observatorio de caza.
Eran muchas las sierras, además de aquella, que proporcionaban solaz a mi trabajo en las primaveras de conteos. Sierra de San Pedro estaba enriquecida con lo mejor de lo mejor de aquellas especies aviares emblemáticas de nuestra fauna mediterránea.
De cuatro patas también era importante la cordillera, aunque ya había desaparecido el lince poco después de que yo llegase, y el lobo que lo hizo en el 93; pero todavía se veían en los servicios nocturnos saltar dos ojos blancos, como lunares, de árbol en árbol: la jineta; o mirarnos, apostado desde una “perná” de un alcornoque, el gato montés; o entrar a comerse las gallinas de Juan, ya sea el turón, la garduña o la comadreja. El meloncillo atravesando el camino delante del coche, aunque fuera de día, y en ocasiones seguido por su prole, dibujando lo que aquí llamamos una “serpiente peluda”. El tejón nocturno siempre regordete moviéndose entre el jaguarzo…
Y entre observación y parada, parada y observación, gamos, ciervos, muflones…
Pero, fijaros como trabajan en la mente los recuerdos: tantos kilómetros recorridos por pistas, sendas, veredas, cortafuegos…; tanto monte de labiérnago, brezo, jara…; tanto sombreo bajo pinos, quercíneas, castañeras…; un roquedo allí, otro allá…; Juan, Alejandro, José, Matías, Fulgencio, Pablo, Manuel… Y sólo me traen a la memoria de aquella época, con nostalgia, con morriña…, las rosas de Alejandría que vegetaban bajo un nido de buitre negro ya vacío y caído.

Rosa de Alejandría
Oakgreen
Nota Importante: los nombres de fincas, sierras y personas que aquí he relacionado, no son los auténticos con el fin de no dar pistas a aquellos que, intentando hacer de este relato una ruta turística, puedan molestar a los habitantes de tan abruptas sierras, y llevarse, a la vez, una rosa para su casa.