La brújula y el reloj guiaron a los pilotos de los primeros aviones Canadair en su vuelo a España desde Canadá

Los comienzos de cualquier éxito suelen ser difíciles, algunos incluso rozan la hazaña, pero siempre hubo un primer paso que marcó el inicio del camino. También en la aviación de incendios forestales hubo un primer avión, un primer vuelo y un primer incendio. De la experiencia de los primeros pilotos aprendieron los siguientes y, en cadena, los eslabones nos llevaron hasta hoy. El teniente general, entonces capitán, Gonzalo Ramos Jácome fue uno de los cuatro pilotos que trajeron los dos primeros aviones Canadair a España desde Canadá, en febrero de 1971. Fue toda una aventura, un comienzo que marcó la trayectoria del que posteriormente sería el 43 Grupo de Fuerzas Aéreas del Ejército del Aire.

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Gonzalo Ramos Jácome

En el año 1969 Gonzalo Ramos estaba cumpliendo su sueño: volar. Tenía 26 años y era capitán del Ejército del Aire destinado en un Escuadrón de Fuerzas Aéreas desplegado la Base Aérea de Torrejón. Pilotaba uno de los cazas F-86F Sabre que el Gobierno español recibió del de los Estados Unidos, aviones que se distinguieron en la primera línea de combate durante la Guerra de Corea. Poco imaginaba que un año después estaría en Canadá para llevar un hidroavión, con motores de pistón, hasta la base aérea de Getafe. Será uno de los cuatro primeros pilotos para la lucha contra incendios forestales en España que volará el avión Canadair. Y lo hará durante diez años.

“Cuando fuimos a Canadá a por los aviones era un mes de febrero, no había allí superficies de agua útiles porque todas estaban congeladas, por lo que conocimos el avión únicamente como terrestre, al no poder utilizarse las superficies de agua”.

El detalle parece que no tiene importancia pero la tiene porque no conocían a fondo el avión, ni mucho menos sabían operarlo en el agua, y se disponían a emprender un viaje de más de 5.500 km, el 90 % de ellos sobre el océano Atlántico. En Canadá estuvieron una semana, lo justo para visitar la factoría y conocer someramente el avión antes de emprender el vuelo con los dos primeros aviones Canadair que compró el Ministerio de Agricultura.

En 1969 este Ministerio contrató durante el verano al avión anfibio CL-215 con capacidad de 5.500 litros de agua. En 1970 contrató el avión Twin Otter, con capacidad de 2.500 litros y que operó en la provincia de Pontevedra, según cuentan Ricardo Vélez, Pedro Molina Vicente y Ramón Villaescusa Sanz en el libro “ICONA, un referente de la conservación de la Naturaleza en España”.

libro-aviones-anfibios-canadair-ramos-jácome-osboDada la experiencia positiva obtenida se decidió adquirir dos aviones anfibios Canadair CL-15 y que fuese el Ejército del Aire, tras convenio con la Dirección General de Montes, el encargado de volarlos y de su mantenimiento.

Los protagonistas de aquella primera hazaña, el traer los aviones desde Canadá hasta España, fueron los comandantes Victoriano Sáez Esteban y Pedro Fernández Grande, los capitanes Jesús Rodríguez González y Gonzalo Ramos Jácome y los mecánicos de vuelo el brigada Mariano Molina Serrano y el sargento primero Ángel Luis Armayor Fernández. El vuelo se hizo con los dos comandantes como tripulantes de un avión y los dos capitanes del otro.

Todo esto, ampliado y detallado, lo describe Gonzalo Ramos Jácome en el libro “Los aviones anfibios Canadair operados por el Ejército del Aire en la lucha contra incendios forestales”, editado por primera vez por el Ministerio de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente.

Brújula, radiocompás, reloj y una caja de bocadillos que no se abrió.

“Salimos de Barajas en vuelo regular de IBERIA para Montreal el día 30 de enero. Los días 1, 2 y 3 de febrero transcurrieron en la fábrica, conociendo los aviones. El sábado día 6 salimos de Montreal para hacer la primera etapa del viaje, hasta la base aérea de Torbay, en la isla de Terranova”. Desde allí tendrían que llegar a las islas Azores, 2.500 kilómetros sin ver un pedazo de tierra. Llegaron a la base aérea de Getafe el día 7 de febrero de 1971.

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Base aérea de Torbay en Terranova. Primera escala del viaje, antes de partir hasta las islas Azores. Foto Gonzalo Ramos

La aviación civil ya contaba con sistemas de navegación para largas distancias, como el Loran, que permitían marcar un rumbo y recibir señales transmitidas desde distintos transmisores. Con el tiempo sería sustituido por sistemas de navegación mas sencillos de utilización como el OMEGA y el GPS.
Sin embargo, aquel avión misterioso que fueron a recoger a Canadá no tenía instalado un sistema de navegación para larga distancia, ni piloto automático que permitiera evitar un pilotaje con dedicación absoluta a través del Atlántico.

Aquel avión misterioso que fueron a recoger a Canadá no tenía instalado un sistema de navegación para larga distancia, ni piloto automático que permitiera evitar un pilotaje con dedicación absoluta a través del Atlántico.

El avión disponía de equipos VOR y radiocompás, con alcance de unas 100 millas en cara o en cola, básicamente como sistemas de aproximación. “Nos servían para mantener la ruta de salida, para coger bien la dirección inicial, y para la aproximación final. Entre medias no había nada, se trataba de mantener el rumbo inicial y medir el tiempo con el reloj. En ese tramo tan largo, de Terranova a Azores, cinco grados de desviación inicial en la ruta durante tantas horas podrían haber sido mortales, podríamos haber acabado en cualquier parte. Desde las islas Azores a Getafe era distinto, nos daba igual entrar en el continente por Galicia que por Andalucía, no había pérdida después”.

El tramo más largo del viaje, de Terranova a Azores, fueron 9 horas 50 minutos de navegación, “sin piloto automático, turnándonos a los mandos un tiempo cada uno. Dos pilotos y un mecánico por avión, esa era la tripulación, manteniendo el rumbo porque era lo único fiable y el contacto visual con el otro hidroavión. Íbamos los dos pilotos charlando y cotejando continuamente el “rumbo sagrado”, tan concentrados que nos habían puesto una caja con bocadillos y bebida y se quedaron sin abrir. No tuvimos ni apetito”.

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Durante la travesía sobre el océano Atlántico. Foto Gonzalo Ramos

A cualquier neófito en navegación aérea, como yo, volar más de nueve horas sin referencias, tan solo con una brújula, un reloj y mucha concentración le parece poco menos que una hazaña. Si le añadimos que volaban un avión totalmente desconocido hacía una semana, del que aprendieron sus características y cuadro de mandos días antes de emprender el viaje sobre el océano Atlántico, sin saber amerizar, la decisión te parece como mínimo muy arriesgada. “Son cosas que se hacen porque hay que hacerlas”, sentencia Gonzalo Ramos.

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Ministro de Agricultura D. Tomás Allende García-Báxter, D. Felipe de Borbón, SAR El príncipe D. Juan Carlos, el ministro del Aire el teniente general Julio Salvador Díaz-benjumea en la recepción en la base aérea de Getafe.

Le pregunto si, juzgada esa decisión con los ojos de hoy, podríamos decir que fue arriesgado enviarlos a Canadá a traer un avión en esas condiciones. El teniente general tira de manual militar para responder, de manera diplomática, disciplinada, e intuyo que abnegadamente, que “cuando la superioridad nos mandó es porque estaba convencida de nuestra capacidad y del éxito de la misión. Se decidió aquello, pues bien decidido estaba”.

Sin embargo, el propio Gonzalo Ramos comenta en su libro que, curiosamente, el jefe del Escuadrón al que se incorporarían los aviones Canadair una vez en España les ponía “pegas” para volar con la avioneta Dornier desde Getafe hasta Albacete “por las dificultades que entrañaba el viaje”. Indudablemente el Estado Mayor del Aire no coincidía con este criterio al ordenar un vuelo sin equipos de navegación para largas distancias, ni piloto automático, únicamente “con VOR, radiocompás, fonía en VHF y HF y antihielo solo en los carburadores”.

Años después se hicieron vuelos similares a Canadá durante el proceso de remotorización de los aviones, pero en estos vuelos al Canadair siempre le acompañaba un avión Hércules que le comprobaba la ruta, informaba de la situación meteorológica y de posibles incidencias de vuelo mientras mantenía el contacto permanente con la tripulación del hidroavión.

El teniente general tira de manual militar para responder, de manera diplomática, disciplinada, e intuyo que abnegadamente, que “cuando la superioridad nos mandó es porque estaba convencida de nuestra capacidad y del éxito de la misión. Se decidió aquello, pues bien decidido estaba”

Un piloto de caza al mando de un apagafuegos.

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F-86F Sabre en el Museo del Aire de Madrid

Gonzalo Ramos volaba los primeros reactores de combate que tuvo el Ejército del Aire, el F-86F Sabre norteamericano, que protagonizó junto a los MIG soviéticos algunos de los enfrentamientos aéreos más recordados de la historia militar durante la guerra de Corea. Los aparatos que llegaron a España traían muchas horas de vuelo en sus motores y mucha historia en sus alas. Aterrizaron en Getafe los dos primeros F-86F el 30 de junio de 1955. En cinco años llegaron a España 270 aviones F-86F Sabre.

“Con el transcurrir del tiempo aquellos aviones iban necesitando una renovación y simultáneamente llegaban pilotos nuevos. Se hizo necesario hacer lo que hoy podríamos llamar un “ERE” en el escuadrón. Yo estaba recién ascendido a capitán y el Mando decidió que en el escuadrón quedaría un solo capitán por escuadrilla (cada escuadrón tiene normalmente cuatro escuadrillas) por lo que permanecieron los más antiguos. Dio la casualidad de que de los cuatro que se quedaron tres se fueron en poco tiempo a volar en las compañías aéreas civiles. Yo me quedé fuera y con la posibilidad de verme destinado a una mesa de oficina, algo horrible para mi, tenía solo 26 años y en ese momento no quería hacer otra cosa que volar”.

Yo me quedé fuera y con la posibilidad de verme destinado a una mesa de oficina, algo horrible para mi, tenía solo 26 años y en ese momento no quería hacer otra cosa que volar

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Los cuatro pilotos que traerían los Canadair camino del aeropuerto para partir hacia Canadá. Foto del libro «Los aviones anfibio Canadair», de Gonzalo Ramos

El destino le guardaba una pequeña sorpresa. En su nuevo destino “terrestre” no dejó de buscar una posibilidad para volver a estar literalmente en las nubes. “Durante un tiempo mi primera obligación del día era leer el Boletín Oficial del Ejército del Aire, para ver qué destinos en unidades de vuelo se anunciaban. Hasta que un día vi dos vacantes de capitán de vuelo en el 803 Escuadrón. Era una cosa muy rara porque se trataba de una unidad que solo tenía helicópteros y sin embargo no se requería tener hecho este curso de vuelo”.

Funcionaron las redes de información extraoficiales para conocer el rumor de que “alguien iba a comprar unos aviones que iban a venir y se destinarían a ese escuadrón”. Poco más se sabía.

“Ante la perspectiva de seguir en un destino de mesa, solicité una de aquellas vacantes para unos aviones que no se sabía cuales eran, ni cuándo llegarían, ni para qué cometidos”.

Así fue como pidió el traslado a este escuadrón con la esperanza de pilotar un avión que nadie conocía. “Cuando llegamos al destino nos miraban un poco de reojo los pilotos que ya estaban allí, porque también eran pilotos de avión y querían volar aviones. Al salir de la Academia como tenientes, según las calificaciones de vuelo, nos especializábamos en reactores o en transporte. Normalmente el primer tercio realizaba el curso de reactores, el resto el de transporte y, de éstos, posteriormente unos pocos se especializaban en helicóptero”.

La formación en España estuvo a cargo de un piloto canadiense.

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Descarga sobre incendio. Foto libro «Los aviones anfibios Canadair»

“A finales del mes de marzo vino un piloto canadiense, Yves Mahaut, a enseñarnos lo que era operar el avión en superficies de agua. El primer contacto con ella fue en la bahía de Pollensa. Para nosotros era algo nuevo, nunca lo habíamos visto. Cuando aprendimos a operarlo en el agua nos fuimos a Santiago, de nuevo con el canadiense porque nuestra experiencia en el agua era muy pequeña, tan solo de una semana. Allí continuamos con una instrucción muy fuerte en el manejo del avión en el agua simultaneándolo con la extinción de los incendios que surgían. Nos enseñó las técnicas de lucha contra el fuego y así aprendimos a operarlo y a utilizarlo en los incendios forestales. Estuvo todo el verano”.

Seguro que después de 3.000 horas en vuelos de extinción de incendios, como acumula Gonzalo Ramos a bordo del Canadair, hay momentos difíciles, tensos y de un riesgo notable. Todo piloto podría recordar alguno, pero el que no se olvida es el primero, la primera vez que compruebas que este trabajo no va a ser rutinario. Y más si ese momento es durante la instrucción.

“Fue con el canadiense de piloto. Mahaut era un hombre corpulento, muy fuerte, capaz de manejar el avión en cualquier situación con una sola mano. Surgió un incendio entre las provincias de Lugo y Asturias y cogíamos el agua en las zonas más cercanas al incendio. En este caso en el embalse de Grandas de Salime, no muy extenso y encajonado entre montañas. Dijo el canadiense “mío el avión”, reconoció el incendio, el lugar de carga del agua y descendió hacia el embalse entre las montañas.

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Embalse de Grandas de Salime

Éramos tres pilotos los que recibimos la primera instrucción y en aquel vuelo íbamos los tres y un mecánico. Aunque la instrucción la recibía el que pilotaba con el canadiense los otros dos solían también subirse porque todo lo que oigas, todo lo que veas y sientas en esos momentos también es instrucción y puede ser muy importante”.

“Había cargado agua y al salir, por la razón que fuera, un motor falló y la hélice se abanderó”. Es decir, al avión cargado a tope, metido en aquel cajón entre montañas y con una hélice abanderada. “El avión disponía de un par de tiradores, uno por motor, para abanderarlo o desabanderarlo. Si tirabas manualmente de él con la hélice abanderada y, no había problemas mayores, la hélice se desabanderaba y el motor volvía a ponerse en marcha.

En menos de un segundo todas las manos que había en el avión se abalanzaron sobre el tirador. Se desabanderó el motor y conseguimos salir de allí. Fue cuando el pelo empezó a ponérseme blanco. El piloto canadiense solo comentó: “ustedes no utilicen más este lugar para cargar agua”.

Estaba predestinado que tendrían problemas allí. Dice la leyenda que el embalse de Grandas de Salime tiene ese nombre porque allí cayó el demonio y tan profundo era que le costó salir. Cuando al fin lo hizo exclamó, “costó salime”, de ahí se le quedó el nombre al lugar.

Cualquiera en ese momento se pensaría si esto de pilotar hidroaviones iba a tener este tipo de experiencias continuamente. “Esa pregunta la tienes siempre en nuestra profesión. Tengo más de 6.000 horas de vuelo totales y las emergencias no se dan siempre pero suceden, forman parte del oficio”.

Transcurrido este primer verano comenzó la formación de nuevos pilotos, que debían estar preparados para no dejar de operar los aviones en caso de necesidad. “En octubre volvimos a la base aérea de Getafe y se incorporaron otros cuatro nuevos pilotos, a los que empezamos a formar nosotros. Lo cierto es que bastante teníamos con entrenarnos y afianzarnos como para formar a otros pero, con buena voluntad, en esta vida se va haciendo todo lo necesario”.

La cadena no se ha roto en ningún momento y, cincuenta años después, el 43 Grupo del Ejército del Aire actualmente responsable de la operación de los aviones Canadair, es heredero de la experiencia de los predecesores y, a su vez, escuela de nuevos pilotos especializados.

“Como capitán más antiguo era de mi responsabilidad el supervisar la instrucción de todo el personal piloto que llegaba. Prácticamente al segundo o tercer vuelo que hacía con un nuevo piloto ya sabía si era adecuado para este trabajo o no. A alguno ya le dije, esto no es para ti, en cuanto puedas pide destino a otra unidad. Por el contrario, la mayoría le cogían gusto y estuvieron muchos años. Se ve enseguida la actitud, la voluntad y el optimismo para pilotar este avión y en este tipo de misiones”.

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A la vuelta de la campaña en Galicia del verano de 1971, el avión se instala en la base aérea de Getafe para comenzar la instrucción de nuevos pilotos. Foto Gonzalo Ramos

El primer incendio como piloto del avión cerca de Bilbao.

A finales del mes de septiembre de ese primer verano con los aviones nos dejó el piloto canadiense. “Nos dio la mano y nos dijo ya están ustedes tres sueltos, pueden pilotar y operar contra incendios forestales, que Dios les bendiga y que tengan mucha suerte. Y se marchó”.

Y llega el momento del estreno como máximo responsable de la aeronave, el día de Navidad de 1971, cerca de Bilbao. “Vaya casualidad que el 25 de diciembre fue el primer incendio al que acudí como comandante del avión, venía como segundo piloto el teniente Carlos Moreno Barbero. Nos destacaron al aeropuerto de Santander y cogíamos agua en la ría y el puerto de Bilbao”.

Para entonces ya eran muchas las veces que habían cargado y descargado agua, pero no es lo mismo acompañar que decidir. “La suelta del agua es algo que impresiona a muchos pilotos porque el resultado del lanzamiento es inmediato, no como en otras misiones que incluso no puedes ver el resultado. Aquí miras hacia abajo y sabes si has acertado o no”.

La primera vez que se tira el agua ¿se nota tanto como dicen?
“Se nota mucho porque el avión completamente cargado pesa 23.500 kg de los que 6.000 kg son del agua, es decir algo más de la cuarta parte del peso del avión se libera de inmediato, por lo que tienes que controlarlo muy bien debido al desequilibrio que se produce. Sin embargo, esto le da una alegría al avión para salir, que con el tiempo sabes aprovechar para maniobrar y moverte con más facilidad. Te habitúas a ello después de unas cuantas descargas”.

La coordinación aérea y terrestre en los primeros trabajos

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Aproximación a incendio. Foto Gonzalo Ramos

En febrero de 1971 llegaron los aviones a la base aérea de Getafe y ese mismo verano ya participaron en la extinción de incendios en Galicia, principalmente. “Los aviones eran el EC-BXM y EC-BXN, porque venían con matrícula civil. La primera vez que salimos de Santiago a un gran incendio fue a Gerona, cogíamos el agua en Playa de Aro y ese mismo verano nos desplazamos también a Andalucía y Asturias.”.

Hoy intervienen una gran cantidad de medios aéreos, aviones y helicópteros, en la extinción de los grandes incendios. En los comienzos solo participaban los aviones Canadair junto con otros modelos más pequeños contratados a empresas de aviación agrícola, avionetas que se utilizaban para fumigación. Se trataba de las avionetas Piper Pawnee, Piper Brave, Cessna y Thrush Commander, entre otras, tal y como cuentan Ricardo Vélez, Pedro Molina y Ramón Villaescusa en el libro conmemorativo del ICONA.

En el aeropuerto de Lavacolla, en Santiago de Compostela, durante los primeros años coincidieron los aviones Canadair con estas avionetas, que cargaban 400 litros de agua. “Cuando la cosa era pequeña iban ellos y cuando se complicaba el incendio recurrían a nosotros. En cuanto a sus pilotos, algunos eran jóvenes y otros antiguos pilotos militares”.

La coordinación aérea sobre el incendio en aquella época la proporcionaban los ojitos y el estar atentos por la radio al tráfico aéreo. Normalmente, cuando llegaban los aviones Canadair a las avionetas les enviaban fuera, lo cual facilitaba la coordinación entre nosotros a través de la radio, informando dónde estábamos y los tráficos que estábamos haciendo”.

La coordinación con tierra también tuvo sus comienzos, al parecer muy diferentes a la actualidad. “Los primeros años nos indicaban una cuadrícula del mapa para localizar el incendio. El avión, aparte de las frecuencias de vuelo llevaba la de 84.25, en FM, para hablar con los forestales en tierra. Nos decían muchas veces desde abajo “el agua tírenla a mano derecha, a mano izquierda”. Y nosotros les respondíamos coloquialmente ¿a mano derecha de quién, que usted tiene una y yo otra, o de dónde?”.

Nos decían muchas veces desde abajo “el agua tírenla a mano derecha, a mano izquierda”. Y nosotros les respondíamos coloquialmente ¿a mano derecha de quién, que usted tiene una y yo otra, o de dónde?”

Y, a pesar de las dificultades, el trabajo salía adelante. No hay nada que no se pueda hacer si hay voluntad. “Había la mejor voluntad por todas las partes y muy buenas relaciones personales, incluso de afecto, que ha permanecido con el transcurrir del tiempo”.

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El verano de 1971 los dos Canadair se instalaron en Lavacolla, aeropuerto de Santiago de Compostela. Foto Gonzalo Ramos

Cualquiera que haya estado cerca de la descarga de agua de un Canadair sabe por experiencia que el golpe de agua es un verdadero “pelotazo”. “En Galicia volcamos un vehículo Land Rover, menos mal que era del ICONA y no hubo quejas. También en alguna ocasión involuntariamente causamos daños por la caída del agua y, de hecho, tuve que ir a declarar a algún juzgado. Ahora a eso lo llaman daños colaterales. Cuando lanzabas el agua eras consciente de si debías hacer una carga corta o larga, con el fin de no dañar a ninguna persona. Mirabas hacia abajo pero, con la velocidad que llevabas, tampoco te daba tiempo a hacer un reconocimiento exhaustivo de la zona. En ocasiones, y por muchos motivos, tuvimos que abortar las descargas”.

¿Cómo recibieron las cuadrillas terrestres la llegada del Canadair? “Como una salvación. Les quitabas mucho trabajo aunque, como ocurre con la Infantería, el último trabajo hay que hacerlo siempre a mano”.

“Veías por los comentarios en la prensa que la población y los forestales valoraban muy positivamente la llegada del avión. De hecho, esta unidad es la más valorada con infinidad de premios y reconocimientos de todo tipo”.

Diez años de “apaga y vámonos”

Gonzalo Ramos acumuló más de 6.000 horas de vuelo a lo largo de su carrera, de ellas algo más de 3.000 con el avión Canadair. “Salíamos cargados a tope de combustible, volábamos de tres horas y media a cuatro, pero sobre el incendio estás aproximadamente una tercera parte; el resto del tiempo es para la aproximación, reconocimiento del lugar de carga del agua y del incendio y, finalmente, coger el agua y soltarla. Y volver a repetir estas maniobras”.

Estuvo diez años pilotando los aviones Canadair, y ascendió a comandante antes de dejar a los “apagafuegos”. En el año 1980 comenzó el curso de Estado Mayor para continuar con la carrera militar. “Unos se iban a volar en las compañías aéreas civiles y, los que nos quedábamos en el Ejército del Aire, teníamos que pensar en nuestro futuro. Había que evolucionar en la vida profesional, si no hubiese continuado volando allí”.

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Gonzalo Ramos Jácome en Canadá, días antes de emprender el vuelo hasta España con el Canadair

Volví a volar el avión Canadair siendo ya teniente general, responsable del Mando Aéreo del Centro, en la Región Aérea de Madrid. La Unidad, el 43 Grupo, pertenecía a mi mando. Dejé el avión con motores de pistón y lo retomé con turbohélices. Mi destino me permitió la licencia de volver a volar en bastantes ocasiones los aviones Canadair. Los de ahora eran aviones mucho más alegres, con motores más ágiles y los mandos de vuelo llevaban “servos” incorporados, frente al sistema de cables de los primeros, que requerían en ocasiones una gran fuerza para manejarlo. Practiqué maniobras en el agua, cargas y lanzamientos, y cuando lo observaban los pilotos les decía, si os falta alguien para el verano, o surge algún problema, me llamáis, como veis sigo capacitado para ésto. Se echaban a reír y evidentemente no me llamaron”. El gusanillo del fuego seguía haciendo de las suyas.

“Volví a volar el avión Canadair siendo ya teniente general. Practiqué maniobras en el agua, cargas y lanzamientos, y cuando lo observaban los pilotos les decía, si os falta alguien para el verano, o surge algún problema, me llamáis, como veis sigo capacitado para ésto. Se echaban a reír y evidentemente no me llamaron”.

Decidí ingresar en el Ejército del Aire porque me gustaba volar, o creía que me gustaría volar, porque no tuve experiencia alguna antes de entrar, por lo que realmente no sabía si me iba a gustar o no, o si serviría para ello, pero tenía claro que lo que quería hacer era volar.Todo lo que me vino después fue por añadidura, cosas todas muy buenas, pero lo mío era volar. He estado destinado en unidades de vuelo hasta en el empleo de coronel. Después, por principio, los generales no vuelan excepto lo que antes he comentado”.

Reglamentación y protocolos de seguridad.

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Fotografía de Toni Sastre, del archivo de Francisco Andreu

Todo pionero tiene siempre un poco de espíritu aventurero. No hay seguridad absoluta en la actividad que se desarrolla porque, en ocasiones, se hace camino al tiempo que se aprende. La experiencia de hoy marca los protocolos de mañana.

Y en aquellos momentos en lo que todo era nuevo, tecnología aérea, tipo de trabajo, protocolos de actuación y seguridad, coordinación con otros medios de extinción y un nuevo escenario en el que los incendios forestales comenzaban a ser más numerosos y peligrosos, había que hacer camino.

Han transcurrido 50 años de evolución favorable y ahora en el 43 Grupo todo está reglamentado y condicionado. “Nosotros no teníamos limitación de horas de vuelo, volábamos lo que los forestales nos pedían, éramos cuatro pilotos para dos aviones. Descansábamos cuando el avión paraba para revisiones de mantenimiento, trabajábamos casi a destajo. A Dios gracias, ahora todo está reglamentado y limitado, pero entonces había que empezar, era otra época”.

Otra sociedad, otras circunstancias, otros conocimientos y otros medios marcaron la respuesta. “En ocasiones la autonomía de los vuelos la daba el aceite y no el combustible. Aquellos aviones con motores de pistón consumían muchísimo aceite y debíamos llevar un bidoncillo de repuesto ubicado detrás del asiento del piloto. Volábamos hasta que veíamos próximo el fin del aceite o del combustible”.

“En ocasiones la autonomía de los vuelos la daba el aceite y no el combustible. Aquellos aviones con motores de pistón consumían muchísimo aceite y debíamos llevar un bidoncillo de repuesto ubicado detrás del asiento del piloto. Volábamos hasta que veíamos próximo el fin del aceite o del combustible”

Interviene Isabel Poza en la conversación para recordar cómo en tierra los equipos de extinción “no se marchaban del incendio hasta que aquello no quedaba controlado o, como mínimo, no venía otra cuadrilla a sustituirte”.

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Momentos antes de la recepción de la llegada de los dos Canadair a la base aérea de Getafe

“Yo ahora no concibo que una tripulación pueda dejar un avión en el suelo porque se ha pasado de horas de vuelo, eso era inconcebible para nosotros. Hoy se cumplen las limitaciones establecidas y el avión cesa en su actividad, sobre todo si es un avión civil. Si no se cumple lo que está reglamentado puede haber responsabilidades judiciales. En aquel entonces si parabas no había otra tripulación para hacerse cargo del avión”, asegura Gonzalo Ramos.

El hecho de que en la actualidad una gran mayoría de los pilotos del 43 Grupo sean oficiales de complemento, es decir su futuro profesional está centrado en ser piloto y su ascensión en la carrera militar tenga ciertas limitaciones, “es muy bueno para la unidad porque facilita una gran estabilidad de los pilotos, lo que supone el aprovechamiento de una gran experiencia”.

Los momentos más complicados como piloto fueron los incendios más largos, de varios días de duración. “Era un poco desesperante coincidir cuatro o cinco aviones durante varios días y comprobar que el incendio no se extinguía. Pero, al final todo se acaba, también los grandes incendios”.

Empecé en Galicia y terminé en Galicia, aunque no recuerdo cuál fue la fecha exacta del último incendio en el que piloté un “apagafuegos”, tendría que consultar mi Cartilla de Vuelos. Volé siendo comandante en el escuadrón hasta el último día antes de comenzar el Curso del Estado Mayor”.

Y termina con una confesión, “si pudiera, y a pesar de la fecha de nacimiento que figura en mi DNI, aún hoy volaría un avión rojo y amarillo”.